Ante la tregua
La declaración de una tregua indefinida por parte de ETA constituye, sin género de duda alguna, una magnífica noticia para todas las gentes de bien, que llevan años mostrando su anhelo por alcanzar la paz en Euskadi, construyendo una sociedad en que el diálogo y la tolerancia sustituyan a la violencia sin sentido. Ha sido la inmensa mayoría de la ciudadanía vasca, con la que tantos nos hemos sentido identificados, la que, desde el evidente reconocimiento de que la búsqueda de la pacificación sólo podía abordarse desde una perspectiva política, ha pedido a ETA el cese de la violencia, en el marco del efectivo funcionamiento del Estado de derecho.Se impone igualmente señalar que la declaración de tregua, precedida de un cambio de estrategia más acorde con el actual momento histórico y con esa voluntad ciudadana, por parte de la dirección de Herri Batasuna, constituye una verdadera iniciativa política de aquella organización, que en este caso sí se ha identificado con el clamor del pueblo vasco, al que decía representar.
No faltarán quienes en estos momentos y ante una declaración de esta trascendencia muestren -hay que pensar que desde la buena fe- sus reticencias y hablen de treguas trampas o de estrategias electorales ante los próximos comicios vascos. Sin embargo, tal planteamiento constituye un enfoque equivocado de la realidad. No puede olvidarse que en los últimos tiempos algo muy importante se venía moviendo en la vida política vasca y en el propio seno de la izquierda abertzale.
Este movimiento, del que la Declaración de Lizarra ha sido una evidente manifestación y del que hay que resaltar el coraje, no ya sólo de los partidos políticos que la han suscrito, pese a las incomprensiones con las que podían encontrarse, sino de las distintas organizaciones sindicales y de toda índole que la apoyaron, se ha generado por esa inequívoca voluntad de la ciudadanía vasca de alcanzar la paz ante la ausencia de iniciativas en la búsqueda de la pacificación por parte de determinados responsables políticos. Quienes, desde esa responsabilidad, únicamente aludían a respuestas de índole policial, enrocándose en una retórica cada vez más incomprensible tratando de acentuar el enfrentamiento entre nacionalistas y no nacionalistas, quienes se negaban a responder o debatir las propuestas que se les formulaban para abrir un proceso de paz, dejando en papel mojado los Pactos de Ajuria Enea y Madrid, quienes pretendían que se diera un cheque en blanco a sus iniciativas, sin admitir críticas o se negaban a analizar, con diferentes argumentaciones, lo que estaba ocurriendo en Irlanda del Norte, donde Tony Blair había apostado abiertamente por el diálogo como único camino para alcanzar la paz, deberían sacar sus propias conclusiones.
Ya no es el momento de las descalificaciones, sino del trabajo sin exclusiones. La declaración de tregua, con toda la ilusión que de ella se deriva, no constituye el final sino el principio de un proceso que, como se ha demostrado no sólo en Irlanda sino en otros ámbitos geográficos, no estará exento de dificultades y exigirá, por tanto, ese trabajo conjunto y sin reproches.
Esta sociedad quiere la paz. Por tal razón, desde el recuerdo de las víctimas tal y como expresamente se mencionaba en el Acuerdo de Stormont, para acabar con 30 años de sufrimiento y pese a la cercanía del proceso electoral, debe imponerse la generosidad, sin que nadie quiera capitalizar resultados o poner trabas a los esfuerzos, muchas veces incomprendidos e injustamente tratados, verificados por otros. Es necesario que con esos parámetros todos los partidos firmantes de los Pactos de Ajuria Enea y de Madrid sepan estar a la altura de las circunstancias, abordando sin complejos ni pretextos un proceso de diálogo político, mirando hacia el futuro y hacia la reconciliación.
Los ciudadanos deben seguir exigiendo a unos y a otros que continúen sin descanso en esa búsqueda: que se cumpla la legislación penitenciaria con el acercamiento de los presos a sus lugares de residencia, tal y como reiteradamente ha pedido el Parlamento vasco y con la aplicación sin cicatería de todos aquellos beneficios que el marco normativo permita; que el pasado no se convierta, utilizándolo como un instrumento en la lucha partidista, en un arma arrojadiza, y que la violencia no vuelva a constituir el modo de expresión de nadie, por resultar estéril y absurda. En ese cese de la violencia no puede en modo alguno retrocederse.
Las esperanzas que hoy se han generado no deben verse frustradas. El camino que se inicia en la búsqueda de la paz tiene que ser irreversible. Sólo así, después de tanto inútil sufrimiento, se habrá consolidado la democracia en nuestro país.
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