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Andalucía y la LOGSE (I)

La implantación del nuevo modelo educativo, configurado por la LOGSE, está suponiendo en Andalucía una conmoción social de muy hondo calado. No sé si mayor que en otras comunidades, pero en todo caso merecedora de una seria atención. Lo pone de manifiesto una encuesta del CIS, publicada el pasado día 5, por la que se conocen datos curiosos, y preocupantes, como éstos: el 41,8% de las familias andaluzas desaprueba la reforma o la pone en duda, pero el grado de rechazo es tanto mayor cuanto menor el nivel educativo de los encuestados. Y desde luego el tramo de la ESO, nudo gordiano de la cuestión, recibe las mayores críticas. La paradoja estriba en que esa reforma va dirigida precisamente a mejorar la formación de sectores que antes abandonaban el sistema a los catorce años, y que ahora deben permanecer en él hasta los dieciséis. En teoría, al menos, era de esperar que esa parte de la población, más necesitada de atenciones compensatorias, reconociera el esfuerzo que la Consejería, y muchos ayuntamientos, están realizando para poner a sus adolescentes en mejores condiciones de enfrentarse a la vida. Sin embargo, no es así. Más bien lo perciben como una pérdida de tiempo, y los reajustes como un desbarajuste. También una buena parte del profesorado, no cuantificado pero evidente, opina de manera semejante, y en abierta hostilidad. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Podrá hablarse del fracaso, al menos parcial, de una ya larga política educativa? ¿Se ha gestionado mal, desde la Consejería, un proceso tan delicado? Acaso un periodo de expansión del sistema es incompatible con la perseguida mejora de la calidad de la enseñanza. Acaso hubo demasiado ruido entre el mensaje oficial y los destinatarios del cambio. Habrá que empezar por el principio, recordando algunos planteamientos básicos de la reforma, por si en ellos pudiera encontrarse alguna clave de este verdadero enigma social. La LOGSE nació con una loable ambición transformadora, propia de un partido, el PSOE, que concibe la educación como palanca en la lucha contra las desigualdades. Y de ese espíritu participó, con mayor o menor entusiasmo, la mayoría parlamentaria que aprobó la ley en 1990. No desde luego el PP, que por eso viene forcejeando para modificarla. Con todo, el consenso que se necesitó para su aprobación fue arduo, y en cierto modo reflejaba discrepancias políticas y sociales muy de fondo, que ahora emergen aquí y allá. Muchas de ellas responden, sin duda, al viejo dilema entre instruir o educar. En este sentido, llama la atención que, en el Título Preliminar, cuando el precepto señala los objetivos constitucionales a los que sirve, enumera hasta cuatro, antes de formular la adquisición de conocimientos científicos, técnicos y humanísticos. Por delante van: el desarrollo de la personalidad, el respeto a los derechos y libertades, el ejercicio de la tolerancia, la adquisición de hábitos intelectuales y técnicas de trabajo. Toda una filosofía de la educación, y de la democracia. ¿Pero no se pusieron demasiado atrás, y un tanto aislados, los objetivos específicos de la enseñanza?

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