La retirada de Rusia de Occidente
La única certeza sobre la crisis actual rusa es que marca el fin de una era: la de los años Yeltsin sin lugar a dudas, y con bastante probabilidad el fin de la teoría del triunfo de la democracia de mercado como ideal universal, pregonada por doquier hace diez años.En 1991 estaba claro que el comunismo en Rusia iba a derrumbarse. Y no parecía existir mucha polémica acerca de que Rusia y todos los Estados poscomunistas seguirían de alguna manera las normas occidentales. Pero ahora resulta imposible prever cómo será la Rusia de después de Yeltsin.
¿Por qué? Pasemos a analizar nuestros tres modelos previos para entender la Rusia poscomunista, modelos que se están sacando ahora a relucir para establecer quién tiene la culpa de la crisis y proponer soluciones.
El primer modelo, la democracia de mercado, ha sido propugnado por la Administración de Clinton y por el Fondo Monetario Internacional con el apoyo de todos los Gobiernos europeos occidentales.
A saber, "reforma" significa una transición hacia una democracia de mercado a través de la liberalización de los precios, la privatización y un rublo estable. A su debido tiempo, según pronosticaban sus defensores, estas medidas reestructurarían a Rusia siguiendo en líneas generales los modelos occidentales.
Se consideró que el presidente Borís Yeltsin, a pesar de todos sus defectos, era indispensable para llevar a cabo esta política, ya que sólo él podía defender a los reformistas frente a las fuerzas del nacionalismo y neocomunismo que empezaban a resurgir.
Y, sin embargo, el experimento liberal acaba de venirse abajo en Rusia de forma espectacular y completamente inesperada, dejando al país en la bancarrota y sin Gobierno, en peores apuros, en cierto modo, que tras la caída del comunismo.
Estos acontecimientos han otorgado mayor credibilidad al segundo modelo, que adopta una economía de mercado con un Estado de bienestar más amplio que cualquiera de los occidentales. Los defensores de este modelo han mantenido desde hace tiempo que un rápido cambio a una estricta economía de mercado no era lo adecuado para la tradición nacional rusa, ni para las condiciones que se daban en el poscomunismo.
Desde este punto de vista, el obligar a Rusia a convertirse en una economía de mercado significaba entregar, a precios de rebajas por incendio, las industrias y los recursos naturales de la nación a la vieja nomenklatura y a los nuevos barones ladrones, a la vez que se dilapidaban los ahorros y las pensiones de los ciudadanos vulnerables, y particularmente de los ancianos. Dentro de Rusia, Grigori Yavlinski, líder del partido político Iabloko, ha sido el defensor más destacado de esta postura, que en Occidente ha sido enarbolada por progresistas desolados por la revolución de Reagan y Thatcher.
Sin embargo, este segundo modelo nunca ha sido experimentado en forma pura. A mediados de los años noventa, los electores de Polonia y Hungría, desengañados por el cambio a la nueva economía liberal, devolvieron el liderazgo a los comunistas. Adam Michnik, uno de los líderes del partido Solidaridad polaco, calificó las elecciones de "restauración de terciopelo".
Los comunistas añadieron un colchón de seguridad razonable a la prosperidad generada por la "terapia de choque" liberal polaca de 1990, la primera transición a palo seco al capitalismo, que resultó ser un gran éxito. En otras palabras, el segundo modelo sólo podía funcionar allí donde la liberalización económica ya hubiese generado el dinero necesario.
El tercer modelo, propuesto sobre todo en sectores socialistas y académicos, es más radical que el segundo. Según esta teoría, Mijaíl Gorbachov ya había realizado la transición de un comunismo estalinista a una democracia social de mercado. Por consiguiente, la verdadera reforma debería haber continuado por ese camino hasta alcanzar al fin el "socialismo con rostro humano".
Desde esta perspectiva, Yeltsin lo echó todo a perder, al desviarse hacia un capitalismo desenfrenado y arruinar al país. Este modelo es una fantasía a la que ya se le ha pasado el momento: los regímenes de Hungría y de Alemania del Este ya lo probaron en 1989 y 1990, y les llevó a su extinción.
Analizándolo retrospectivamente, resulta evidente que el debate entre estos tres modelos ha sido tanto un enfrentamiento entre las ideologías sociales y económicas en liza en Occidente como un debate sobre los problemas rusos, al igual que el debate sobre el comunismo entre los halcones y las palomas de Occidente fue siempre en parte un debate acerca de cuánto deberían desplazarse las propias sociedades occidentales a la derecha o a la izquierda.
En la práctica, sin embargo, el Occidente liberal sólo podía abogar por una democracia liberal de mercado para Rusia. Ahora que esta vía se ha derrumbado, nos hemos quedado sin un modelo eficaz que nos sirva para comprender la difícil situación rusa.
No obstante, al principio, pareció que el modelo liberal podía funcionar en Rusia, que intentó de verdad llevar a cabo una transición hacia una economía privatizada, por muy plagada de corrupción que estuviera y por mucho que la descafeinaran los trueques. Al mismo tiempo, la libertad de expresión y las elecciones, aun estando manipuladas por la oligarquía económica, fueron aceptadas como la norma. Y las generaciones más jóvenes de rusos, si no en el campo sí al menos en las ciudades, se han adherido de verdad a estos principios. Además, la historia del siglo XX en su conjunto lo deja claro: a largo plazo, sí que existe una correlación manifiesta entre los mercados libres y las políticas libres.
Entonces, ¿por qué la ruta tomada por Yeltsin y el FMI ha llevado a la actual debacle? ¿Por qué el régimen de Yeltsin se ha mostrado incapaz de recaudar impuestos, pagar salarios, controlar los bancos y financiar la deuda? Sin duda alguna, esto no ha sido únicamente el resultado de una política fiscal y monetaria defectuosa. La causa profunda ha sido el legado del Estado soviético del Leviatán, que cuando se vino abajo sólo dejó tras de sí escombros económicos y administrativos desprovistos de los mecanismos judiciales, contables y políticos necesarios para una sociedad moderna, abismo institucional éste que no se dio cuando Europa central y del Este hicieron su transición a la economía de mercado.
Este patrimonio, unido a un liberalismo esporádicamente doctrinario, provocó la caída del experimento Yeltsin. La crisis asiática se limitó a darle el último empujón.
Así las cosas, ¿qué puede surgir de las ruinas de Rusia? Se producirá seguramente un giro que la aleje de los mercados libres para acercarse a una economía estatal, y aunque no será una vuelta total al comunismo, sí será algo más radical que la "restauración de terciopelo" de Europa del Este. Y este nuevo rumbo durará mucho tiempo, quizá años.
Al embarcarse en esta vía, los comunistas, como principal fuerza antiliberal organizada, son quienes más claramente controlan la situación. Incluso la oligarquía financiera, aterrorizada con el liberalismo militante del primer ministro Serguéi Kiriyenko y compañía, ha abandonado el experimento Yeltsin. Así que, casi siete años después de que el ahora presidente en decadencia prohibiera el viejo Partido Comunista de la Unión Soviética, el nuevo Partido Comunista se siente seguro de sí mismo para un regreso no tan de terciopelo. Desgraciadamente, no existe otra alternativa realista. El modelo liberal occidental ha fracasado; puede que no haya sido por sus defectos inherentes, pero eso no le importa a la mayoría de los rusos. El experimento poscomunista ha fracasado a pesar de todo. Y tras una cumbre gris y moderada ha quedado claro que un presidente norteamericano devaluado y un presidente ruso derrotado difícilmente pueden detener esta marea.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.