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Tribuna
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Seis años y un día

Luis Gómez

La mejor demostración de que Clemente había agotado su ciclo fue el propio acto final. Desde hace demasiado tiempo, Clemente parecía estar más pendiente del mundo exterior que de las circunstancias propias de su trabajo. Desde hace demasiado tiempo, Clemente hablaba más de otras cosas que de fútbol. El acto final. Clemente no decició marcharse ayer, improvisadamente, horas después de haber estado sosteniendo que no existían argumentos para su dimisión. Lo había decidido hace algunos días, decisión que conocía antes que nadie su amigo Ángel María Villar. Por eso Villar tranquilizó al Gobierno a principios de semana y dejó claro que la salida de Clemente era cuestión de poco tiempo. Faltaba elegir el día y la hora. Y qué mejor momento que en plena competencia con la noticia de la entrada en la cárcel de Vera y Barrionuevo. Qué mejor ironía que la de poner en competencia una noticia con la otra. Qué mejor forma de buscar una ubicación en segundo plano o de apuntarse a una jornada informativamente caliente. Clemente dejaba la selección seis años y un día después de su primer partido como técnico del equipo nacional. Seis años y un día.Esa brusca transformación de personaje polémico a personaje impopular está directamente relacionada con el agotamiento de su proyecto deportivo. Aunque a él le cueste reconocerlo. Por eso, casi no hablaba de fútbol. Hay quien ha afirmado en estos días que, posiblemente, Clemente no comprendía todavía las verdaderas razones del fracaso de la selección en el Mundial y, afectado de tal perplejidad, falló soberanamente en la preparación y diseño del partido ante Chipre. Otros prefieren creer que Clemente era plenamente consciente de la proximidad del fracaso (una explosiva mezcla de jugadores pasados de forma y jugadores faltos de forma por falta de partidos, pero titulares al fin y al cabo en la selección porque Clemente les garantizaba el puesto) y trató de desviar la atención ofreciéndose como víctima, pero perdió el control de la situación y corrió desbocado por una pendiente cuyo único límite era el de su despedida. También es cierto que ni él ni sus jugadores supieron estar a la altura de las expectativas que se habían levantado en torno a la selección. Posiblemente, porque Clemente no tiene experiencia en equipos grandes (y la selección lo parecía en esos momentos) y, posiblemente también, porque los mejores jugadores españoles están acostumbrados a ejercer de subalternos de lujo en sus equipos. Se habla mucho de Clemente y poco de los jugadores. ¿De qué jugadores hablamos? De profesionales que viven la cómoda experiencia de no ser responsables de sus actos: en sus equipos porque son los extranjeros los que están obligados a marcar la diferencia (siete de los 11 jugadores del Madrid que ganaron la Copa de Europa eran extranjeros, un porcentaje que tiende a olvidarse fácilmente); en la selección, porque es Clemente el saco de los golpes. Además, están las viejas leyes del fútbol español: el técnico se va y ellos siguen, ellos nunca responden a las grandes preguntas, ellos obedecen, cumplen órdenes, no importa la demarcación en la que les coloquen, no importa el sistema de juego. Valen para cualquier entrenador. ¿Por qué? Porque son mejores gregarios que estrellas. Es comprensible el agradecimiento que le profesan a quien les garantizaba trabajo. Pero no lo duden: olvidarán pronto. Están acostumbrados a ello.

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Se fue, al fín, Clemente. El tiempo borrará el griterío de estos últimos días. Quedará su estadística, su famosa estadística. Y ahí no habrá gran novedad. Con Clemente no ganamos nada. Como con tantos otros desde 1964. Pero tampoco nos engañemos: quizás no perdimos nada. Nuestro fútbol no tiene identidad en el campo, pero sí en el mercado. De ser algo, hemos sido, y lo seguimos siendo, buenos fenicios. Compramos y vendemos. Así que, ahora, nos basta con quitar a Clemente del escaparate.

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