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38 muertes, ¿y ahora qué?

Me entristece pensar que aquella patera que naufragó en aguas territoriales marroquíes, va a pasar a la historia como la patera de la que las autoridades españolas emitieron la información sobre su naufragio, quedando en el olvido la muerte en el mar de sus 38 ocupantes, muchos de ellos chicos de tan sólo 16 años. No excuso con esto la actitud de dichas autoridades en esta situación, porque se trata de salvar vidas humanas, en el mar no hay exclusividad de competencias territoriales. Un estado no puede inhibirse en el cumplimiento de los convenios internacionales sobre salvamento y protección de la vida humana en el mar, ni puede abstenerse de actuar al creer entender que lo que flota son cadáveres y no vidas humanas. El estado que percibe en aguas de otro estado un naufragio, lo que debe hacer es recoger los cadáveres y llevarlos a puerto en el estado ribereño. Ya que, eso sí, es a este segundo estado a quien corresponde y compete investigar las causas del accidente. En mi opinión, se ha producido aquí una grave falta de responsabilidad, parapetándose en un formalismo extremo y haciendo gala de una enorme falta de sensibilidad y se ha incurrido en una insoportable omisión, o mejor, dos: una la del deber de socorro, y otra la del deber de denunciar, en su momento, la desidia del reino alauita, haciéndonos así cómplices de una más de las violaciones a los derechos humanos que Amnistía Internacional y otras organizaciones de idéntico prestigio denuncian periódicamente. Pero ahora, pasados unos días en los que el café me ha sabido más amargo, deberíamos intentar, serenamente, analizar esta tragedia. No es tarea fácil, porque yo no puedo imaginarme, con 16 años, encima de una barca de pesca construida para llevar a seis o siete pasajeros pero donde subimos 38 personas, en plena noche, y dispuestos a cruzar el Estrecho sin parte meteorológico, sin hoja de ruta, sin destino cierto y sin garantías de llegar vivo. No alcanzo a imaginarme devorado por el miedo, sabiéndome a punto de morir y a tan sólo unos kilómetros de mi tierra prometida. Lo que no me cuesta entender es el por qué, según una reciente encuesta, el 72% de los marroquíes está dispuesto a cruzar el Estrecho en una patera. Simplemente, ésta es la única salida para alguien que se ve forzado a emigrar para proporcionar un futuro a los suyos. Y es la única salida porque nuestra legislación y su correspondiente reglamentación favorece jugar a esta lotería, consistente en cruzar el Estrecho, pasar unos años clandestinamente en nuestro país, sin derechos, y confiar en el premio de una futura legalización que, por la forma en que ésta se regula, son solicitados, en su mayoría, por los que ya residen aquí de forma irregular. La otra opción, la legal, es depositar una instancia de solicitud de visado en el consulado español más cercano. Dicha solicitud, cuyas tasas suponen un par de meses de salario, tiene pocas esperanzas de ser atendida, así que usted mismo puede deducir cuál es, hoy por hoy, la vía más rentable si se desea trabajar en España. Porque, no olvidemos, que de eso se trata, de buscarse un trabajo allí donde lo hay. Y afirmo lo anterior aún a riesgo de perder lectores antes de llegar al final, porque salvo contadas excepciones, todos estos inmigrantes se ocupan en los llamados "nichos laborales", es decir, tareas que los españoles rechazamos desempeñar (trabajos agrícolas en invernaderos a 40º C, empleadas de hogar internas, etcétera). Por otro lado, los ingresos que estos trabajadores hacen llegar a sus familias suponen una cooperación al desarrollo, amén de directa, efectiva. Pero, además, y cito ahora las conclusiones de un estudio de la Comisión Europea, es necesario aumentar entre 10 y 15 veces el número de trabajadores extranjeros en nuestro territorio si queremos hacer viable el llamado estado del bienestar. Muestro, por todo ello, mi extrañeza ante la firmeza con que ciertas ramas de la política han llamado a un pacto entre partidos (pacto de Toledo, en el caso de las pensiones; pacto de Madrid, en el caso del terrorismo) obviándose este tipo de pactos a otras áreas igualmente necesitadas, como la sanidad, la educación o, en mi opinión, la inmigración. No vale la excusa de una subordinación a la política superior europea para postergar aún más la búsqueda de soluciones para el fenómeno de la inmigración. ¿No podemos aprovechar nuestra privilegiada percepción de este fenómeno para aportar soluciones en lugar de seguir desempeñando un papel de segunda en la construcción europea? ¿No nos atrevemos a poner sobre el tapete una serie de medidas hasta que (como ya han hecho a su modo franceses e italianos) alguien las aporte antes? "Que legislen otros", que diría Unamuno. ¿Es ese nuestro talante en política migratoria? Quiero pensar que no. Y quiero pensar que llegará una próxima reforma de la Ley de Extranjería. Y quiero pensar que llegaremos a tener cupos de regularización a los que puedan acceder africanos que no habrán de jugarse antes la vida en el paseo del Estrecho. Y quiero pensar en una política de cooperación al desarrollo que mire, no por los intereses comerciales o logísticos de España en el extranjero, sino por favorecer el desarrollo de sociedades que desean ser libres y tener derecho a no emigrar. Y quiero pensar en esto pronto, quizá desde mañana mismo podríamos ponernos en marcha, antes de tener que volver a leer titulares que nos hablan de más muertes en el Estrecho.

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