Del estatuto a la reforma de la función pública
La elaboración del Estatuto de la Función Pública se está convirtiendo, casi dos años después de iniciada, en un viaje tortuoso, al que no se ve una salida rápida y airosa por mucho que de vez en cuando se anuncie la aprobación definitiva del proyecto de ley por el Ministerio de Administraciones Públicas.Bien cierto es que dotar de un nuevo marco jurídico a un conjunto tan amplio y heterogéneo como el que compone hoy día el empleo público, repartido además en una pluralidad de administraciones autónomas, no es de por sí una tarea sencilla. Pero, a mi modo de ver, las dificultades actuales tienen su origen en la ausencia real de un objetivo, de un diseño y de una estrategia de reforma. En ningún momento se ha explicado por el ministerio que patrocina el estatuto cuáles son los problemas que aconsejan aprobar una nueva legislación general y básica, más allá de vagas referencias a la falta de eficacia del sistema actual, y tampoco se ha expuesto con claridad qué es lo que se pretende hacer con la función pública y qué ideas se tienen para mejorarla, aparte otras alusiones no menos etéreas a la flexibilidad y agilidad de la gestión de personal o a una necesaria modernización, que en la práctica cotidiana no se está impulsando. Los únicos argumentos concretos que se esgrimen para salvar la procedencia del proyecto son de tipo formal, ya sea que el Estatuto de la Función Pública está previsto en la Constitución y aún no se ha aprobado como tal o que es muy conveniente refundir la dispersa legislación vigente en un texto legal único. Argumentos y propósitos loables, pero insuficientes.
A falta de otros más sustanciales y asumidos con convicción, da la impresión de que la aprobación del Estatuto se ha convertido en un objetivo en sí misma y que para conseguirlo se ha confiado por entero en una dinámica de pactos, acordando con cada interlocutor la adición de algunos preceptos o la supresión de otros, sin una clara directriz. Así, el texto resultante ha acabado por ser tan ecléctico como abstracto, muy poco comprensible en ciertos aspectos, alejado de toda apuesta concreta y palpable de reforma y no exento de contradicciones. La crítica, mesurada pero profunda, que expresó en su dictamen del mes de junio el Consejo de Estado sobre el texto del anteproyecto adoptado por el Ministerio de Administraciones Públicas ha puesto de manifiesto muchos de estos defectos.
La situación a la que se ha llegado después de tan largo periplo es lamentable, porque los problemas sí que son reales y porque, a falta de reformas de fondo o de expectativas claras, se van agravando cada día. De hecho, la función pública se halla en una situación crítica, pues se carece por lo común, salvo honrosas excepciones, de una gestión eficaz del personal y de estímulos para el funcionario, mientras que se extiende como mancha de aceite el absentismo y la despreocupación por el servicio, así como el favoritismo en el ingreso y en la provisión de destinos, la opacidad y la desigualdad retributiva y la inseguridad jurídica. En estas circunstancias, la función pública se descapitaliza por el abandono de sus efectivos más valiosos, se reduce al mínimo la imparcialidad de los empleados públicos y se rutinizan sus comportamientos, pues lo que determina la carrera del funcionario, en la medida en que tal carrera existe, no es tanto su mérito como su fidelidad al gobernante. No se trata aquí de cargar las tintas, pero estamos ante un proceso de decadencia real, paulatino y muy generalizado. Por eso la reforma del empleo público es necesaria y urgente. Ahora bien, lo primero que hay que entender es que ha de tratarse de una reforma sustantiva y no meramente legal, es decir, en la que el cambio del marco jurídico sea la consecuencia de una reflexión a fondo sobre los problemas y las posibles soluciones y un instrumento para conseguir objetivos reales, en vez de una ley más a añadir a la lista de las aprobadas en la legislatura. Por lo demás, las líneas maestras de la reforma que se requiere no son difíciles de señalar, pues se deducen de la misma Constitución y de las carencias actuales. En pocas palabras, lo que necesitamos es una función pública profesionalizada, un sistema que garantice de manera efectiva la igualdad de oportunidades en el acceso y en la carrera administrativa, combatiendo el clientelismo, el amiguismo y cualquier otra distorsión de los principios de mérito y capacidad; una función pública dirigida asimismo por gestores profesionales y responsables de los resultados de su gestión, en la que los cargos de confianza política queden reducidos a lo imprescindible y el funcionario adquiera una posición de imparcialidad e independencia frente al partido gobernante y a cualesquiera otros intereses e influencias partidistas o privadas; un sistema de empleo público que retribuya adecuadamente al personal, en sintonía con las retribuciones medias del sector privado, y le imponga similares exigencias de dedicación y adaptabilidad a las circunstancias cambiantes, en el que se introduzcan métodos de organización y gestión probados con éxito en las grandes empresas y en el que se establezcan estímulos individuales al trabajo bien hecho.
En consecuencia, un nuevo Estatuto de la Función Pública debe establecer las bases y garantías jurídicas precisas para que esos objetivos se alcancen en el más alto grado. Muy en especial, debe poner coto a la politización del empleo público, que se viene incrementando en los últimos tiempos, reforzando las garantías de objetividad de los procedimientos de acceso y, en su caso, creando órganos especializados de selección de carácter estrictamente técnico y sin presencia de cargos políticos o de representantes de partidos y sindicatos, tal como existen en otros países. Debe limitar el empleo precario a los casos estrictamente justificados y reducir a su mínima expresión el procedimiento de libre designación para la asignación de cargos y ascensos en la carrera, sustituyéndolo por procesos de evaluación de méritos y capacidades, como ha señalado el Consejo de Estado. Debe limitar perfectamente el área en que son posibles los nombramientos políticos, como sucede en los países democráticos de nuestro entorno, y debe establecer controles efectivos que eviten la inflación clientelar de empleos en las administraciones públicas, sentando las bases de un empleo público quizá más reducido pero de mayor calidad. Debe crear una carrera administrativa de más largo recorrido y menos rígida que la existente, en la que cualquier funcionario tenga la posibilidad de alcanzar nuevas metas profesionales, fomentando la promoción interna y la movilidad. Y debe regular, desde luego, los derechos individuales y colectivos de los empleados públicos, aunque haciéndolos compatibles con la mejora y la continuidad de los servicios.
Todos estos objetivos son esenciales para dotar a las administraciones públicas de la capacidad de asumir eficazmente sus funciones y presuponen un compromiso sincero con el sector público, alejado de tentaciones clientelares o corporativas. Pero por eso mismo hay que ser conscientes de que conllevan una autolimitación de la posición de predominio e influencia que los partidos políticos han adquirido no ya en la dirección de la función pública -que es función propia de los Gobiernos-, sino en el seno mismo del sistema de empleo público. Asumir ese compromiso es, probablemente, lo único que puede regenerar el alicaído estado de nuestra función pública, invertir la tendencia negativa de los últimos años e infundir en sus efectivos algo de esa ilusión por el servicio público que se ha ido perdiendo poco a poco y que es necesaria para que las cosas funcionen.
Quizá, tras las vicisitudes del proyecto inicial y tras el dictamen del Consejo de Estado, se den ahora las condiciones para alcanzar un amplio acuerdo político sobre bases de una verdadera reforma y se pueda sacar por fin adelante un estatuto que tenga de nuevo algo más que el nombre.
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