Los madrigales de Monteverdi toman la escena
No es frecuente asistir a una representación teatral que tome como materia musical los madrigales de Monteverdi. La idea entraña, por supuesto, grandes riesgos pero, ¿cuántas óperas pueden jactarse de contar con unos libretistas como Petrarca, Tasso o Rinuccini? ¿Y cuántos compositores han mostrado un instinto dramático tan certero como Monteverdi? Gracias a la audacia de Konrad Junghänel y Geoffrey Layton, se hizo realidad en Utrecht un proyecto similar al que hace años programó el Teatro de la Abadía de Madrid, pero que quedó truncado por la muerte de Simón Suárez.El espectáculo nace como una sucesión de escenas con un tenue engarce argumental: el amor -correspondido o no- y la guerra de sexos. Es el tema, al fin y al cabo, de los Madrigali guerrieri, et amorosi de 1638, la genial despedida de Monteverdi de un género que él había llevado a la perfección. Pero Junghänel eligió también obras de libros anteriores, siempre en aras de buscar contrastes o asegurar la continuidad dramática. Las Lagrime d"amante al sepolcro dell"amata no parecen, por ejemplo, un mal corolario del deslumbrante Combattimento di Tancredi e Clorinda, aquí transmutado en un combate de esgrima lleno de avatares. En un escenario bicromo y casi desnudo -un semióvalo, dos alturas, unas ventanas en lo alto que dejan ver el sol o las estrellas-, Layton movió a los personajes a impulsos de sus vaivenes amorosos. Lo hicieron en solitario, entre suspiros, jadeos y desmayos (Lamento della ninfa), o conjuntamente, estáticos y reflexivos como un coro griego (Hor ch"el ciel e la terra), una dicotomía explotada al máximo en el memorable Lamento d"Arianna, en el que se alternaron la versión solista y el madrigal a cinco voces.
Sin trabas
Aunque no estaban, claro, todos los que son (¿cómo no echar en falta Ogni amante è guerrier o Mentre vaga Angioletta?), la acción progresó sin trabas a pesar de algunos desatinos escénicos y de un vestuario no siempre acertado. Musicalmente, fue un Monteverdi decididamente septentrional, poco colorista en lo instrumental (un solitario laúd como toda compañía del Lamento della ninfa) y de una marcada contención expresiva en lo vocal.El tempo no fue siempre tampoco el del "affetto del animo" que quería Monteverdi, pero a Junghänel no puede acusársele de desconocer el terreno que pisa y la sensación final fue la de haber asistido a un experimento reconfortante, muy acorde con el espíritu indagatorio de este festival.
Música adusta
Esa misma tarde, la Capilla Peñaflorida de Vitoria ofreció un concierto absolutamente extraordinario. Y lo hizo con un programa construido alrededor de la Missa Sine nomine de Juan de Anchieta, tan exigente para los intérpretes como para el público. Volvía así el compositor vasco al que fuera el escenario, junto con la corte de los Reyes Católicos, de su quehacer profesional. Insertada en una estructura sin fisuras, de una sólida coherencia litúrgica, los músicos vascos interpretaron esta música adusta sin concesiones ni efectismos. Su encuentro con Josep Cabré no ha podido ser más afortunado. El cantante y director barcelonés ama y conoce este repertorio como pocos. Sus gestos, o sus propias entonaciones en canto llano, emanan convicción y sabiduría. El resultado fue un concierto denso, sin estridencias, esencial, premiado calurosamente por un público emocionado que no olvidará ya a buen seguro el nombre de Juan de Anchieta.
Babelia
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