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A pesar de todo

Hace años que comparto con Juan Antonio Yáñez Barnuevo la opción de política internacional que llamamos de progreso: paz pero justicia; mercado sin fronteras pero solidaridad mundial; derechos humanos universales pero multiculturalidad, desarrollo pero sostenible. Por eso no me ha sorprendido que hiciera suya la prioridad en favor del diálogo intercultural de los derechos humanos objeto de mi columna. Un mal paso. Lo que sí me ha sorprendido es el triple asombro con que la apostilla en su carta-comentario del 31 de julio.Su primer asombro concierne a mi parva consideración de la aprobación, en la Conferencia de Roma de junio y julio pasados, del Estatuto de una Corte Internacional, que él califica, por el contrario, de "paso revolucionario". Un Estatuto que deja fuera de su jurisdicción a los países no signatarios, que prevé una moratoria de siete años para los que lo hayan firmado, que establece que la acción de la Corte pueda ser detenida a petición del Consejo de Seguridad, que no cuenta con financiación alguna y que condiciona su entrada en vigor a la ratificación de 60 países, es una estructura a la que tantas cortapisas exteriores prácticamente invalidan.

Claro que todo es mejorable, pero Juan Antonio Yáñez sabe que el medio más seguro de oponerse a una nueva iniciativa institucional es aceptarla en condiciones que la hagan inviable. La perspectiva diplomática de "lo posible" en que, legítimamente, se sitúa el jefe de la delegación española en esa conferencia, a quien hay que felicitar por su acertada gestión, no cancela la responsabilidad de la comunidad internacional de poner coto desde ahora mismo al crimen masivo y a la iniquidad celebrada que son hoy práctica cotidiana en Argelia, en Kosovo y en un largo y dramático etcétera de países.

Se asombra también Juan Antonio Yáñez de que, en política internacional, vincule la credibilidad democrática de Occidente a la de Estados Unidos y de que lo califique de buque insignia de la democracia en el mundo. Pero, a pesar de los desafueros de su acción exterior, considero que el papel del ideario democrático en su emergencia como país, su condición de país occidental y primera potencia mundial, su beligerancia frente a los totalitarismos -los países del Eje primero, el bloque soviético después- y, sobre todo, la inexistencia política de Europa le confieren, de forma inevitable y con independencia de su propia voluntad, ese rol. Que además hoy son los únicos en poder asumir. Por eso carece de sentido la satanización de EEUU en que se sigue complaciendo una parte de mis amigos de la izquierda progresista. Los artículos de Herbert Schiller y de Noam Chomsky, en el número de agosto de Le Monde Diplomatique, corresponden a esta veta que, a mi juicio, debilita la fuerza de los datos que en los mismos se presentan sobre la práctica imperial norteamericana. Pues de nada sirve descalificar a priori la capacidad de intervención de quien puede constituirse en el valedor más efectivo de nuestros principios democráticos.

Se trata, al contrario, de exigirle que asuma esa función, a pesar del arrogante sectarismo nacionalista de sus líderes -ahí están los recientes bombardeos-, de la voracidad económica de su política exterior y del absoluto desinterés de sus ciudadanos por todo lo que no cobija la sombra de sus campanarios.

Pretender que el conglomerado átono de países occidentales, movilizados casi siempre por sus intereses políticos más inmediatos, puede cumplir ese cometido, que es la materia del tercer asombro de Yáñez Barnuevo, es equivocar el camino. Basta con referirse al comportamiento de los países europeos en la crisis de la antigua Yugoslavia o a su actitud frente a la propuesta del derecho humano a la paz de Federico Mayor, para saber a qué atenerse. Hasta que exista la Europa política u otra alternativa democrática mundial, Estados Unidos, con todas sus servidumbres, es el referente principal de la democracia en el mundo. Y por ello, mal que les pese, mal que nos pese, irrenunciable.

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