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Vivir de la política

JAVIER ELORRIETA "La política para el que vive de ella". Esa frase, que jamás la oí en mi casa, donde se valoraba como una expresión de déficit cultural y del oscuro interés del régimen dictatorial para su permanencia, se usaba por doquier en unos tiempos en los que la política estaba prohibida. Siempre tendí a achacar esa máxima al miedo más que a otra cosa. Como si fuera un consejo que se daba desde el temor para, a la vez que se intentaba desanimar a que un próximo no se "metiera en líos", servía para justificarse uno mismo la falta de sensibilidad, de coraje, o de ganas, con una frase que apuntaba al intrínseco y resabido pragmatismo del que es portador el refranero. Parecía que no era tanto un asunto de vivir de ella, como de malvivir a causa de ella, correr riesgos a su cuenta. Porque o eras afecto al régimen, o ibas dado si tu desafección era explícita y además te organizabas. Pero la falta de libertades era algo que resultaba intolerable desde una perspectiva humana racional. Tanto que era, ante los ojos de la ciudadanía, el gran pecado de la dictadura. Los aspectos relacionados con el enriquecimiento ilícito, la gran corrupción inherente al sistema, estaba más solapada. La sensibilidad ciudadana quedaba más afectada por el ataque a la razón que suponía la falta de libertades que por la corrupción, de la que no existía eco mediático. En este terreno las cosas han ido cambiando notablemente. Uno de los efectos de la libertad es que genera más recursos y posibilidades de moralizar la vida política. Aunque a la vista está que no es nada fácil. Pero no implicarse en ella no es la receta. Recuerdo que los aspectos que más me impactaron del discurso electoral de Felipe González fueron dos: moralizar la vida política y apelar a la sociedad cuando desde poderes reacios al cambio y a la profundización democrática pusieran obstáculos. Es obvio que el saldo, sobre todo en el primer aspecto, no es como para dar saltos de alegría. Y que el alejamiento de la vida política y el desánimo de muchos ha sido la consecuencia de ese incumplimiento. Aunque no fuera nada más que por eso, Felipe González debiera tener una aptitud personal más humilde y autocrítica. Sería bueno para él, para la política y para su partido. Y no es bueno apelar como justificación a la aparente impunidad y silencio que puedan rodear los abusos en otras formaciones políticas, aunque esto sea notorio en nuestra comunidad autónoma. Ahora se estimula otra vez lo de "la política, para el que come de ella". La valoración social de lo que se ha llamado clase política se encuentra muy baja. Y algo tendrán que ver en ello los responsables de la gestión pública. Los políticos han pasado a ser junto a los sexos, tomados en genérico, "todos iguales". Es obvio que la generalización supone, incluso para el que coloquialmente en alguna ocasión lo manifiesta, un disparate, un desahogo más que un diagnóstico. Pero no deja de ser reflejo de una valoración extendida que se manifiesta críticamente, cuando no aderezada de desdén. Uno, que se rebela, asume que ese descrédito de la labor política es porque se muestra exclusivamente como una profesión ejercida con códigos demasiados desprovistos de vocación e ideología. Tanto que de vez en cuando puede uno quedarse atónito cuando hablan algunos políticos. Y no me voy a referir a últimas perlas locales. Cuando Yeltsin quiso hacer la mejor valoración personal postulando a Víctor Chernomirdin como su sucesor se le ocurrió describir su primera y gran virtud como la del político que no se corrompió estando en el poder y en las instituciones. Como si el político no corompido fuera una gloriosa singularidad. No conozco un pronunciamiento más elocuentemente negativo del conjunto de la clase política. Es posible que cuando Yeltsin esté sobrio sólo se le ocurra decir la espontánea verdad del niño. Inconscientemente, ha venido a certificar lo que cree la mayoría, que desde la política se tiende a la corrupción más de lo que se confiesa.

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