Bajo el signo de la retóricaXAVIER BRU DE SALA
A la vuelta de las vacaciones estivales dedico, por puro imperativo profesional, una jornada entera al repaso de un ingente montón de periódicos. Dejando a un lado la irritante magnitud del incendio del Solsonès, hasta ayer nuestra comarca interior de más amable paisaje natural, debido a la orgullosa incompetencia centralizada de unos funcionarios que, por haberse ocupado de leer demasiados manuales, no se han tomado la molestia de conocer in situ la realidad geográfica que cobran por proteger, destaca en primer lugar que entre los nombres de pila del primer nieto del Rey se encuentre el de Froilán. ¿A quién más se le hubiera podido ocurrir? Froilán, un nombre que todo el mundo conocía pero nadie usaba, es una sublime goleada real a la búsqueda incesante de singularidades nominativas con las que los padres pretenden destacar a sus vástagos recién nacidos del conjunto de la población infantil. Por si fuera poco, descubro, gracias a la Declaración de Barcelona, que encuentro se llama topaketa en eusquera. Triste consuelo al rechazo visceral que, ya desde los arrebatos sindicales de mi primera juventud, me producía la versión europea del Galeusca que entonces se llamaba Carta de Brest (al próximo nieto de Pujol podrían llamarle Brest), e incluía un sinnúmero de naciones europeas oprimidas cuya existencia desconocíamos incluso los chicos del PSAN (tampoco supimos nada de un presidente en el exilio llamado Tarradellas hasta que su nombre apareció en los periódicos, dicho sea como detalle ilustrativo de la época). Una cosa es que el país sea pequeño y otra tener que recordar que a la acumulación de peix menut se le llama morralla. Se supone que, esta vez, Arzalluz no repitió lo de que el Mediterráneo es un mar maricón (pero se supone que seguirá en su error de apreciación hasta que alguien le lleve a navegar por el golfo de León en día de fuerte mistral, por el mar de Liguria con siroco, por el Egeo con meltemi o por la costa dálmata cuando sopla el temible bora). Da igual. Los nacionalistas vascos nos desprecian por blandengues y cuando juegan el Barça y el Madrid van a favor del segundo. Y los gallegos, de excelente buena fe, todavía no pintan nada. ¿A qué viene pues, después de tantos años de Constitución democrática, la novedad de la extraña amalgama? Despachados más de un centenar de diarios sin encontrar más noticias de interés que las tres reseñadas, llegó el turno de revistas y libros. Los editores de periódicos tienen compasión de los escasos lectores veraniegos y adelgazan sus ediciones hasta límites anoréxicos, pero los de revistas no les imitan. Y los de libros aprovechan la llegada del calor para mandar buena parte de las montañas de libros que publican con la esperanza de ilustrar o entretener al personal durante sus vacaciones estivales. ¿Cuánto papel! Y lo malo es que, después de desechar lo medianamente prescindible, todavía queda un montón tan impresionante de libros y revistas para leer o por lo menos hojear. Empiezo, la amistad tira, por el volumen El nacionalisme diví, del neurobiólogo Adolf Tobeña -publicado por la Universidad Autónoma, donde es catedrático de psicología médica-, que quería haberme llevado pero no llegó a tiempo. La tesis central de El nacionalisme diví, proveniente de la denominación gauche divine con la que se conoció a la izquierda inoperante, autosatisfecha y melancólica en el tardofranquismo, explica el porqué del topaketa -encuentro- nacionalista en Barcelona. El nacionalismo catalán ha dado, según Tobeña, en una retórica efectista y ritualizada que opera en términos de poder regional bajo un manto de gestos y palabras cuya finalidad es exclusivamente estética. Lejos de constituirse en amenaza permanente al sólido orden constitucional español, el nacionalismo catalán es "el mejor garante actual de la continuidad del modelo autonómico español". Tiene razón, pues, Aznar al no preocuparse por la Declaración de Barcelona más que al nivel, asimismo retórico, de recordar la inviolabilidad de la Constitución. El libro de Tobeña se adentra luego en consideraciones psicosociales sobre las escurridizas características definitorias del carácter catalán, para llegar a conclusiones poco menos que desoladoras. Al contrario de pueblos como "los esquimales, los gitanos, los maoríes o los cosacos... se da la curiosa circunstancia de que si no obtienen el reconocimiento formal de su singularidad política parece que se tambalea su autodefinición como pueblo". Dicho de otro modo, "a menudo hay más diferencias de carácter entre dos catalanes cualesquiera, por más genuinos o prototípicos que sean, que entre un catalán y un andaluz (o una catalana y una californiana) tomados al azar". "Todavía no se ha llegado al umbral de la disolución", constata. Pero de todos modos, no hay de qué preocuparse. Seguiremos con la retórica. Y a brindar por san Froilán con cava catalán.
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