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Muerte de un artista

MANUEL PERIS Un toro acabó con el experimento Edison. El ensayo en cuestión nada tenía que ver con los inventos del creador de la bombilla y del fonógrafo. Javier Florén Bueno y su compañera Karen Trower Kelly llamaron experimento Edison a la obra realizada en su estudio de la calle Edison de Valencia. Una vieja casita que desaparecerá en los próximos días para abrir paso a una avenida y a sus nuevos edificios. A principios de la primavera del pasado año, la Galería Edgar Neville de Alfafar, bajo la dirección de Enric Gómez, mostró al público El experimento Edison, una curiosa exposición protagonizada por los animales creados por estos dos escultores: los de Karen Trower en cuero, los de Javier Florén, en hierro. Una obra muy dispar conceptual y formalmente, pero unida por la fascinación común ante lo que de instintivo, inconsciente e irracional supone el mundo animal. Javier Florén murió en Chiva el pasado domingo en una de esas fiestas que celebran estos días todos los pueblos de España y que en demasiadas ocasiones acaba en una tragedia que tiene como protagonista al toro. Una terrible cornada, que las cámaras de Canal 9 filmaron y difundieron por los informativos, acabó para siempre con este artista de 43 años. Aunque Javier Florén contaba con una amplia trayectoria de exposiciones colectivas e individuales y su obra estaba representada en el Museo de Arte Contemporáneo de Elche y en la Fundación Pagani de Milán, sus formas metálicas pueden encontrarse también en algunos de los bares con escenografías más vanguardistas de la ciudad a los que, para ganarse el pan, Javier aportó el pálpito de sus estremecidos hierros. Toda muerte es horrorosa. Cervantes, claro, lo decía mejor: "La figura de la muerte, en cualquier traje que venga, es espantosa". La muerte de Javier Florén vino vestida de toro y, más allá del espanto, estoy convencido de que quienes le conocieron han sabido ver en ella los fantasmas que alumbraron su obra: inquietantes mosquitos, sorprendentes camarones, angustiosos pescados, prodigiosas pulgas, penitentes cangrejos ermitaños, malditos toros de muerte. En el catálogo de esa exposición, las fotografías de sus gigantescos animales con aires de Brancusi venían antecedidas de una cita del gran escultor rumano: "Las obras de arte son espejos en los que cada uno ve reflejado aquello que se le asemeja". Y en el texto introductorio a la exposición, el crítico de arte Nilo Casares recurría a la teoría estética de Adorno y al texto de Freud sobre lo siniestro para explicar la paradoja de la obra de Javier Florén: "Belleza es prohibición de prohibición". En esa aciaga mañana de agosto no pudo ser, la caricia confiada con la que el escultor siempre se había acercado a la representación del animal pudo más en él que la prudencia ante el monstruo real. Falló el distanciamiento, lo siniestro se impuso al arte y la fiesta terminó en suceso. La figura corpulenta y un tanto achaparrada de Javier Florén tenía un aire a mitad de camino entre el herrero medieval y el clérigo ilustrado. Ahora, en su ausencia, me gustaría imaginármelo despidiendo a ese horrible toro como el orondo bibliófilo Malesherbes cuando, momentos antes de ser ejecutado, despachó al cura que trataba de darle la extremaunción diciéndole "Basta, señor. Váyase. No soporto su estilo".

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