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Íberos en Castellar de la Meca

Al seguir la carretera del Valle hacia Almansa, en el paraje conocido por el nombre de Casas de Madrona nace otra carretera a la derecha en dirección al pueblo albaceteño de Alpera. Al llegar a Casa de los Palancares por un ramal izquierdo se accede a las Casas de la Meca, donde se levanta la extensa loma del burgo ibérico de Castellar de la Meca. Es una propiedad privada y para acceder hay que adaptarse a las visitas reguladas los jueves y domingos o consultar en el teléfono 96 219 19 12. Nos encontramos ante un abandonado pueblo ibérico de casi un kilómetro de largo por unos 350 metros de ancho, situado a más de mil metros de altitud, e integrado en las estribaciones escarpadas de la gran sierra del Mugrón, lo que le permite disfrutar de una posición estratégica y de una seguridad envidiables. Más de un centenar de cisternas de agua excavadas en la roca, la planta de las antiguas casas, las canalizaciones que comunicaban las cisternas entre sí, constituyen algunos de los testimonios urbanos dejados por aquellas gentes que poblaron todo el litoral mediterráneo español entre los siglos VI y I antes de Cristo. Uno de los testimonios que más sorprenden es el camino de ascenso al poblado, excavado en la dura roca y con las marcas de las ruedas de los carros incrustadas en el suelo. De vez en cuando unas hendiduras permitían introducir unos travesaños para retener la carga y recuperar fuerzas hasta reanudar el ascenso. Este gran poblado se sitúa en un itinerario de ciudades ibéricas que conectaban con otras pertenecientes a tierras de Albacete y Ciudad Real, ya en el interior de la península, adscritas a los grupos sociales de los contestanos y los bastetanos. Los íberos no vinieron de ninguna parte. Eran una gran etnia dividida en pueblos que habitaban la cuenca occidental del Mediterráneo. Iberia como unidad no existió, fue un producto de la imaginación de los escritores griegos y romanos que designaron así a las tierras desconocidas situadas en la transición del mar cerrado al océano ignorado, en el finis terrae. Vivían como una confederación de comunidades en la que los personajes que alcanzaban el poder agrupaban varios pueblos, consolidando una sociedad sedentaria y jerarquizada. Así formaron ciudades para ejercer de centro de poder y de redistribución económica, dotadas de murallas con torres, de necrópolis, ciudades distribuidas por sectores especializados en diversos trabajos. La sociedad se organizaba en familias nucleares. En el enorme poblado del Castellar ese mundo existió y tuvo espacio suficiente para recrear todas las condiciones que hicieron de este pueblo una cultura sabia, pese a la sensación de aislamiento y abandono que hoy pueda tener el visitante al observar el paraje en su proyección geográfica hacia la meseta. En 1611 el historiador Escolano ya dio una primera información sobre el poblado. Cavanilles y otros incrementaron la curiosidad informativa por esta ciudad íbera, que debió ser abandonada en el siglo II de nuestra era. Los íberos van transformando sus costumbres al entrar en contacto con los pueblos cultos fenicios, griegos, y ya al final de su ciclo histórico con los romanos. Este mestizaje les permitió tener un buen conocimiento de los metales y aprender modelos de sociedades jerarquizadas, que saben organizar el territorio. Físicamente se les representa morenos, de pelo liso y fino, una estatura media de un metro 62 centímetros. Les define culturalmente elementos de vida cotidiana como los broches de cinturón rectangulares, la jabalina de hierro, el sable con cabeza de caballo o pájaro (falcata), el escudo pequeño y redondo sujeto al centro del cuerpo y de la espalda con correaje, la artesanía textil con lino y lana con el tinte preferido en rojo, la cerámica en serie y una interminable lista de singularidades. En la ladera norte de este espolón rocoso se encuentra la Cueva del Rey Moro, un abrigo bastante amplio, que debió estar conectado con el poblado ya que un estrecho camino lo comunica con la plataforma del espolón.

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