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Periodista y resistente

Manuel Azcárate, un madrileño con raíces leonesas y navarras, comenzó a trabajar en la sección de Opinión de EL PAIS a comienzos de los ochenta, poco después de su expulsión del Partido Comunista. Era para muchos de nosotros, además de alguien con mucha historia en las venas, una de las personas más sabias que habíamos conocido. Testigo directo de algunos de los acontecimientos capitales del siglo XX, había tratado personalmente a Picasso y a García Lorca, a Negrín y a Fernando de los Rios, a Togliatti y a Eleanor Roosevelt, a Eden, Laval, Aristide Briand, Leon Blum.Desentonaba en una profesión en la que abundan los presuntuosos. Jamás hacía alarde de su pasado o de sus conocimientos, y nunca se le vio perder la calma; ni siquiera cuando cualquiera de nosotros exhibía su osada ignorancia o incluso pretendía darle lecciones de periodismo. A él, que había sido editorialista y director de un diario ilustrado, el Ahora, de Madrid, en 1937: a sus 20 años.

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Fue luego redactor de las publicaciones clandestinas del PCE, Nuestra Bandera y Realidad, entre otras, siempre como especialista en asuntos de política internacional. Ése fue también su campo en la sección editorial de este periódico, y a él se deben los principales análisis aquí publicados sobre los problemas del mundo en los últimos 15 años, singularmente sobre Europa del Este.

Los lectores del primer volumen de sus memorias (Derrotas y esperanzas. Tusquets, 1994) habrán comprobado una paradoja del estilo de Azcárate: su total ausencia de retórica o voluntad literaria es lo que acentúa el dramatismo de los hechos, la emoción del relato. Por ejemplo, en el capítulo dedicado a narrar los últimos días del gobierno republicano, inmediatamente antes de partir hacia el exilio, en la localidad alicantina de Elda.

Pero de todos los episodios narrados en sus memorias o escuchados en propia voz hay dos escenas especialmente reveladores de su forma de ser y de su singular destino: el primero, el asombro -que 60 años después seguía sin comprender del todo- de sus compañeros de célula de las Juventudes Comunistas de Ginebra al verle llegar a las reuniones en el Oldsmobile con chófer de su padre, Secretario General Adjunto de la Sociedad de Naciones.

El segundo, su propio asombro al verse a sí mismo en 1941, recién regresado a la Francia ocupada por los nazis, oculto en un pajar y contemplando el desfile de las tropas alemanas, entonces en la cumbre de su poder; esperando a que acabasen de pasar para reanudar su viaje a París con la misión de reorganizar al Partido Comunista en la lucha contra ese imponente ejército. Viéndose ante esa tarea, a sus 24 ó 25 años, sin otros medios que las direcciones, aprendidas de memoria, de unos pocos simpatizantes residentes en la capital.

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