Cádiz y Ronda
Cada verano me afloran dos recuerdos tan diferentes como gratos del mar y la sierra, de Cádiz y de Ronda. Dos sentimientos separados por el color, aroma y sonido, dos memorias tan acariciadas y fantaseadas que les ocurre lo que a las pastelerías: que no es posible saborear su maravilloso olor en ningún pastel. Mi Cádiz del recuerdo es toda luz blanca, clara y limpia con sombras estrechas y recortadas. Después me llega el azul postal, de cielo, de agua y de azulejos, azul entreverado con espumas, gaviotas, cal y gorros blancos que venden patatas fritas con olor a aceite y sal. Aceite, pescado, arena y sal en el aire de Cádiz, a pesar de que siempre corre y sopla el viento con fuerza, caliente o fresco, sofocado al despertar por las voces, cantes y gritos de niños en la playa, y escandaloso al dormir silbando entre las rendijas de las ventanas. Pocas cosas hay más espectaculares que una puesta de sol en la bahía de Cádiz; es de una belleza que te hace enmudecer, un esperar y contemplar o soñar, quieto y callado, esa inmensa superficie azul, verde, gris y negra, tan inestable en el color como en el vibrar de su permanente movimiento. La luna sube despacio y, a veces, toma un color naranja vivo y desaparece poco a poco, rebanada cáscara tras cáscara hasta dejar todo sumido en la más absoluta oscuridad. Esa noche se calma el aire, se oye mejor el respirar de las olas al derretirse en la playa y mi recuerdo sonríe de placer. Ronda es una memoria ocre y tierra tostada, oscura en las rocas y en los pasillos de las casas, con olor a piedra roja, húmeda y encerada, clara en los rastrojos del campo en agosto. Se asoma al precipicio, lo que tiene de ventaja sobre el mar el ser tierra firme y serena, aunque también la azota el viento incansable, hasta perder la razón a algún que otro lugareño. Su luz es más discreta y hace sombras pardas y difuminadas, por lo que el día se entrega a la noche y la noche al día con suavidad, sin estridencias. Ronda se despierta al amanecer con la voz del arriero y los cascos de los burros resbalando por las piedras de las cuestas empinadas, y se duerme cuando está cansada. Al atardecer, bajo el Puente Nuevo, en el Tajo, se ennegrecen las grietas y se pierde el fondo en la oscuridad, los grajos vuelan alocados entre las rocas como si fuesen murciélagos, llenando el aire con el eco de su graznido siniestro, alcanzando a los que pasan a esa hora por el puente con un estremecimiento de presagios y viejas historias. Desde el Puente Viejo, sin embargo, la puesta del sol es tan hermosa como amable: en la ciudad los riegos de macetas y los burros con los serones vacíos de vuelta, abajo, a lo lejos, las montañas azuladas y las eras en reposo. La quietud del paisaje estimula la charla, arden los rastrojos, la luna se levanta deprisa sobre las montañas y permanece tranquila y sonriente. Una felicidad. No sé lo que habrá de verdad en esos recuerdos. Son bonitos y los disfruto, pero la realidad es que desde septiembre hasta julio me olvido del mar, de la sierra, del viento y de la luna. En lugar de pájaros, oigo el ruido del tráfico, el único paisaje que veo es a mis vecinos de enfrente y no me pesa.
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