La modernización discreta
"Siento que Portugal", dice alguien, "ha conseguido una proyección internacional extraordinaria en los últimos años. El proceso se empezó a notar desde mucho antes de la Expo de Lisboa. Es algo que nunca le había ocurrido en su historia moderna". Todos discuten y la mayoría está en desacuerdo, como si a los mismos portugueses les costara mucho aceptar el fenómeno. Pero yo, que estoy muy lejos de ser un especialista en Portugal, aun cuando he venido un par de veces al país en años muy anteriores y he regresado ahora, tiendo a creer que es así. Por razones probablemente literarias. Y las razones literarias, como se sabe, en los tiempos que corren, cuentan más bien poco. Observo, en cualquier caso, que uno de los prestigios más sólidos de la poesía del siglo XX, sólo comparable al de un Rainer Maria Rilke o un T. S. Eliot, es el de Fernando Pessoa, que parece vivir después de su muerte, que continúa sentado en estatua en un café del barrio del Chiado y que probablemente hace algunos milagros, como el Rey Don Sebastián. Y constato que la obra de José Saramago, la de Lobo Antunes, la de Miguel Torga y José Cardoso Pires, entre otros nombres, se difunde por el mundo. El italiano Antonio Tabucchi se convierte a los temas portugueses. Mientras la gente descubre que Portugal pertenece a Europa; que es, incluso, tanto en su condición de frontera, de fin de la tierra firme, como en la de umbral del continente viejo, un país europeo más antiguo que otros, marcado por la historia y curiosamente impasible.
Viajé con un par de lecturas portuguesas escogidas al azar, en vísperas desordenadas: La muerte de Carlos Gardel, una de las novelas más conocidas de Antonio Lobo Antunes, en su traducción francesa, y un texto inencontrable hoy día de Joaquín Edwards Bello, Don Juan lusitano. Hay que leer más de doscientas páginas para entender la relación entre la novela de Lobo Antunes y el tango argentino. Pero ocurre que es una novela esencialmente rítmica, de atmósfera, de estructura musical, y Gardel, a partir de cierta etapa de su desarrollo, adquiere una función semejante a la del leit motiv en una obra sinfónica o en una ópera. La novela recuerda por momentos la fragmentación, la multiplicidad de los puntos de vista de un William Faulkner; es, en cierto modo, un producto del desgarro de la descolonización y de la modernización accidentada de la vida portuguesa.
Don Juan lusitano, a su manera, aunque escrito por un chileno, también lo es. Fue publicado en 1934 en Santiago de Chile por la Editorial Nascimento (la del portugués de las Azores Carlos George Nascimento). El texto es un sorprendente y divertido pastiche de las encarnaciones de Don Juan Tenorio en la obra de Eça de Queiroz. Como dice su autor, sus elementos son "Carlos Maia, el Primo Basilio, el millonario del 202, el fantástico Ega, Teodoro, y, finalmente, el marco de todos ellos: Fradique Mendes". El resultado: un Don Juan intelectual, bastante diferente del Don Juan español clásico. La historia comienza en una casa de huéspedes, en Lisboa, hacia el año 1890. El pacto con un diablo socarrón permite que el Don Juan lisboeta, no sin un punto de cursilería, con algunas actitudes, perfumes, lujos, gestos de nuevo rico, cambie de pelo. Se compra un palacio en Loreto, una finca en Tormes, una quinta en otro lado. Pero llega muy pronto a la conclusión, queiroziana, desde luego, de que Lisboa es "un París traducido al caló". Le encarga entonces a uno de sus agentes de confianza la compra de la residencia de un Kedive en el 202 de la avenida de los Campos Elíseos, en el corazón de París.
En la versión libre de Edwards Bello, el Don Juan de Queiroz regresará, cansado, desengañado, y tratará de integrarse a la vida rústica, alejada del mundanal ruido, en la Sierra portuguesa. La trampa del diablo socarrón, pariente cercano del diablo cojuelo, consistirá en que la mujer campesina de Don Juan, Juanilla, caerá seducida a distancia por los espejismos de la Ciudad Luz, los mismos que su marido ya había probado y rechazado. En la última frase del texto anuncia su propósito de viajar a la Exposición Universal. "¡Oh, París!", exclama la inocente Juanilla, y Don Juan, desesperado, perseguido por la civilización moderna, creación del demonio, hace rechinar los dientes.
He viajado hasta Portugal en compañía de Francisco Coloane, consumado experto en mares exóticos y en navegantes chilenos, escandinavos, franceses y portugueses. Partimos una mañana hasta el Cabo da Rocha, el punto más occidental de Europa, y Coloane me señala que es asombrosamente parecido, por su forma geográfica, por el color azul esmeralda de las aguas, con sus olas encrespadas, al Cabo de Hornos. "Un poco más arriba", me dice, "hacia el interior de aquellas montañas, se encontraría Punta Arenas". Los escritores portugueses, fascinados por la lengua de marino esotérico de Coloane, evocadora de ballenas azules y de fenómenos astrales y siderales, han hablado de un Herman Melville contemporáneo. Cité una vez, a propósito de sus cuentos, a Jack London, y Luis Sepúlveda, desde Italia, no sé todavía por qué, declaró que mi comentario había sido insultante. Pero Pancho Coloane es un viejo amigo, y hace algunos años, en uno de mis cumpleaños ya avanzados, en homenaje a los antepasados paternos de Joaquín Edwards Bello y míos, marineros galeses, me regaló un cangrejo vivo. El pobre cangrejo, asustado por el bullicio de nuestras carcajadas y nuestras libaciones, corrió a esconderse debajo de un armario y todavía no sale de ahí.
Coloane me enseña a mirar la notable elegancia de la ciudad de Lisboa, su belleza, sus misterios siempre relacionados con el gran océano. El mar en su condición de más allá, além do Bojador, para citar a Fernando Pessoa: como presencia ausente, como sueño. Por mi parte, me digo que Lisboa se ha modernizado con discreción, con lentitud, sin excesiva ansiedad, sin prisa. Nosotros deberíamos aprender. Me he llegado a preguntar si la cultura literaria no es un freno saludable, una duda y hasta una burla que hacen falta. Como ese ritmo gardeliano en el centro de una historia lisboeta. Como la risa socarrona del diablo que protege primero y que hace una mala pasada después al Don Juan de Lusitania.
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