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Novelones y geranios

LUIS GARCÍA MONTERO Las cosas nos atrapan por su amistad inevitable con el tiempo. Hay objetos que se vuelven fetiches en nuestra vida por la historia que encierran, espejos limpios de la memoria, símbolos capaces de convertirse en un almacén de casas, edades, amigos y sentimientos familiares. El tiempo dibujo una raya fronteriza sobre los objetos, les da vida, nos hace mirarlos en la aduana que separa lo que hemos sido y lo que vamos a ser. La fábrica del tiempo, esa maquinaria relojera y azarosa que atornilla emociones, juega con la destrucción y con la impaciencia disciplinada del futuro. Las ruinas no son nunca una vuelta al pasado, sino un modo irónico de avanzar, la conciencia de que nos funda la inestabilidad y de que nuestras verdades alcanzarán, con ayuda de la suerte digna, una existencia de estatuas mutiladas, frisos rotos y columnas dormidas en la hierba. Más allá de las ruinas y la dignidad, sólo quedan los escombros, el estercolero de la mala suerte. Las ruinas son un modo de crecer, un modo consciente, y por eso nos atrapan con la misma indiscutible autoridad de los niños, los árboles, los huertos, las macetas de geranios y los libros. En la terraza de la casa de mis padres florecía durante los veranos una selva de geranios, una colorida multitud de macetas que necesitaba agua abundante por las noches. La disciplina de las regaderas sobre la tierra seca, fue una imprevista lección de responsabilidad. Regar todas las noches, con generosidad, las macetas del suelo, de las rejas, de los muros, sin olvidarse ninguna, sin caer en la tentación del abandono y de los rincones difíciles, supuso un primer compromiso con todo lo que crece, una complicidad en el arte de la elaboración, el esfuerzo que pretende convertir el tiempo en una voluntad constructiva. El tallo cada vez más alto, la flor abierta, la rama nueva, acaban imponiendo una alegría obsesiva, una vinculación con el mundo, una humilde justificación de la existencia. He tardado mucho tiempo en comprender que leo con la misma disciplinada ansiedad del muchacho encargado de regar las macetas de geranios. Abro los novelones de 1.000 páginas con un afán de hacer camino, de subir poco a poco a través de los números y los capítulos, buscando el hito escalador del 100, del 500, movido por un estado de ánimo fronterizo, una raya entre la ambición del querer llegar y el miedo ético a olvidarme una frase, una maceta que regar en una esquina oculta del libro. Las novelas buscan así la alianza del tiempo, la seducción de lo que fluye, mientras en sus lomos brotan las cicatrices del uso. Junto a la historia de los personajes, que tienen su tiempo, su vida y su muerte, se mueve también la historia de nuestra lectura, esa extraña ansiedad que nos hace saltar hasta el final, solamente para ver el número de la última página, calculando lo que llevamos y lo que nos queda. En la mesa de noche, entre las páginas del libro, el indicador de lectura camina con la voluntad de un reloj íntimo. Los libros leídos desembocan en un otoño de dignidad, como las ruinas que saben mucho de nosotros.

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