El perro de Paiporta
En estos meses en que tantos perros son abandonados en la calle, cuando no ahorcados de un árbol o encerrados alevosamente en cabañas solitarias donde perecen de hambre y de sed, no está de más recordar la historia del nobilísimo perro de Paiporta, que debería figurar en la galería de canes famosos, con Rin-tin-tin, Lassie, la abnegada Laika y los montañeses de San Bernardo. El erudito Orellana, que es quien cuenta la historia, no nos informa de su aspecto, así que podemos imaginarlo como nos plazca. En una época en la que la genealogía de los perros importaba menos, lo más probable es que fuera un mestizo tranquilo, afectuoso e inteligente, producto de muchas otras generaciones de mestizos. En Valencia vivía un tal Genís Ferrer, casado con una mujer rica y desaprensiva, dueña de muchas tierras en Paiporta. Un labrador de esa localidad, cuya heredad lindaba con la de la mujer, se quejaba con frecuencia de que los criados de ésta maltrataban sus cultivos. Montada en cólera, porque el labrador amenazaba con recurrir a la justicia, la mujer en cuestión mandó a un esclavo suyo que tomase venganza. Acompañado de varios criados, el esclavo, de quien sólo sabemos que era negro, entró ocultamente en casa del labrador la noche del 26 de febrero de 1447, cuando todos dormían. A cuchilladas mataron al labrador, a su mujer y a dos hijos varones, "permitiendo Dios no se acatasen de una niña de 6 a 7 años, que quedaba como durmiendo allí en otra cama". Arrojaron los cadáveres a un pozo de la casa y regresaron a Valencia, para informar a su ama del cumplimiento del encargo. Al amanecer, y al oír los gritos de la niña, los vecinos acudieron y, siguiendo el rastro de sangre, encontraron los cadáveres en el pozo. Los sacaron y ahí quedó la cosa, bien porque nadie se atrevió a presentar denuncia o porque, como argumenta Orellana discretamente, "eran tiempos menos civilizados que ahora". Pero el labrador tenía un perro, que por cosas de amores perrunos había estado ausente en el momento de la matanza y que se presentó en Valencia, en la sala de juntas de la Casa de la Ciudad, es decir del Ayuntamiento, cuando los jurados o concejales estaban en Consejo. Digo yo que debía ser un perro muy instruido para conocer el horario. El caso es que dio tanto aullidos que los ministros, que así se llamaban los guardias de la época, acudieron y lo despidieron a palos. Al día siguiente regresó a la misma hora y volvió a montar escándalo y a ser ahuyentado de la misma suerte. Intrigados, los jurados tomaron la decisión de hacerlo seguir, para determinar la identidad de su dueño. De nuevo se presentó el perro a la mañana siguiente, con el consabido acompañamiento de ladridos, pero esta vez dos ministros fueron tras él hasta llegar a Paiporta. Allí preguntaron por el dueño a los lugareños, que les hablaron del asesinato del labrador y de su familia. Con este informe volvieron los ministros a Valencia y dieron cuenta a los jurados, que pidieron ver a la niña superviviente. Interrogada sobre la noche del crimen, ella contó que entre los asesinos había un negro. Quisieron saber su podría identificarlo, y respondió que sí. Varios días estuvo acompañando a los ministros en su ronda por las calles, hasta que un día vio al esclavo negro saliendo de una taberna. Los ministros le prendieron y encerraron en la cárcel: Se dio parte a los jurados, quienes a su vez informaron a la reina María, viuda de Alfonso III de Aragón, que se hallaba en la ciudad como virreina. Mandó ésta que Genís Ferrer, su mujer y los criados fuesen detenidos, pero el primero se había ausentado, nada más conocer el arresto del negro. Como la mujer y los criados no confesaban, fueron atormentados. Ya sabemos qué sutiles instrumentos de tortura fabricaban entonces, y que bastaba verlos para soltar la lengua. Aceptaron todos sus culpas, incluso algún inocente, y la virreina ordenó que fueran arrastrados por las calles de la ciudad y ahorcados en público. La sentencia se cumplió el 17 de marzo, y los cadáveres quedaron expuestos en el patíbulo. Genís, que no osaba presentarse por miedo a que le considerasen cómplice, vio a su esposa ahorcada y no pudo contener las lágrimas. Bien la conocía él desde antes del matrimonio, pero no por eso dejaba de quererla. Hasta después de muerta la quería, y sin embargo no se atrevía a acercarse al patíbulo por miedo a que algún vecino le reconociese. Una noche, aprovechando la falta de vigilancia y no pudiendo soportar más el macabro espectáculo, tomó una tea y prendió fuego al patíbulo. Fuese o no voluntario, el incendio se propagó y ardió una manzana entera de casas. La calle tuvo que ser reedificada, y desde entonces recibió el nombre de Carrer Nou. Añaden otros comentaristas, acaso con excesiva imaginación, que entre los escombros se encontraron los restos carbonizados de la ahorcada y de su marido, que la abrazaba y estaba echado sobre ella como si quisiera protegerla. Aunque hoy existen perros privilegiados, la consideración de las gentes hacia ellos parece haber descendido. Imaginemos que un perro intentara llegar al Salón de Plenos del Ayuntamiento, al hemiciclo de las Cortes o a la sala donde se reúne el Consell. Probablemente sería arrojado a patadas y sin contemplaciones, mucho antes de que pudiese llamar la atención con sus ladridos. Y matanzas como la de Paiporta.
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