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Paisajes de Julio

Andrés Ortega

Algunos años, por septiembre u octubre, cuando ya alcancé la edad de llevar un coche, le acompañé en algunos viajes. Él no conducía, y sus sobrinos, Carmen y Pío, eran aún pequeños. Por eso, en cierta manera le servía yo de Lazarillo, aunque quien me guiaba, evidentemente, era él. Pues en estos recorridos me enseñó lo poco que he aprendido, a mirar el paisaje y entenderlo. Él tomaba apuntes escritos y dibujados de los lugares, de detalles que luego reproducía en sus libros, y yo algunas notas; y sobre todo, le escuchaba. Como tantos otros, pues sus comentarios, siempre acertados, aportaban todo un placer intelectual y humano a quien sabía deleitarse con ellos. No sólo era un erudito; Julio Caro Baroja era un sabio en el pleno sentido de la palabra, más allá de su enorme valor como historiador, antropólogo o etnógrafo. Era una persona cabal, con un agudo y socarrón sentido del humor extremo, muy cerrado en su vasca manera de ser, que siempre tenía una buena palabra a tiempo, una buena anécdota de esa larga vida de relaciones, lecturas, vivencias y reflexiones que había tenido, y de la que su libro Los Baroja nos ha dejado sólo una muestra genial. "Tío Julio"; así, en esa usanza que se ha perdido bastante, le llamábamos mis hermanos y yo para demostrar nuestra proximidad y afecto a quien tanto contribuyó a inculcarme la afición por ese triste y maravilloso espectáculo que es el circo, al que nos llevaba todos los años. La amistad entre nuestras familias venía de lejos; desde aquellas tardes en que mi padre y Julio, nacidos en mismo día de distintos años, jugaban juntos, mientras sus mayores, José Ortega y Gasset y el tío (Pío Baroja) se encerraban para hablar. Me tocó en gracia que Julio fuera mi padrino, lo que me llevó a una mayor relación que debió desesperarle cuando intentó, sin éxito, insuflar en mí el arte de la pintura, que él llegó a dominar con calidad y gracia, y, con igual fracaso, el de la música, del que sabía gozar con intensidad. Le ponía muy nervioso la música ambiental de hoteles o restaurantes. Hoy se hubiera desesperado. Apreciaba tanto el silencio como los ruidos naturales y la buena música. Ésta era una de las cosas que más disfrutaba, junto con la pintura mientras tuvo fuerza para sujetar el lápiz o el pincel, además de la escritura. Al margen de sus investigaciones profesionales, quedan varias obras de teatro, divertimentos inéditos. Era un renacentista, un hombre, por definición, de múltiples dimensiones, todas ellas -ésa era la diferencia con otros- auténticas. Y todas estas artes le sirvieron para torear el toro de la soledad en su casa de Itzea, en Vera de Bidasoa, donde pasaba largas temporadas, que alternaba principalmente con Madrid.

De vez en cuando iba a verle, a interrumpir como joven que se injería en esa soledad, y a recorrer esas estanterías llenas de libros acumulados por sus antepasados y él mismo más que ningún otro, junto a los cuadros de su tío, suyos o de otro. Itzea era casi un centro de peregrinación, al que alguna gente acudía en busca de su buena compañía y de su siempre inteligente consejo. Incluso la Guardia Civil, en tiempos del franquismo, llegó a registrarla en alguna ocasión. Desde luego, la Benemérita andaba despistada con este sabio que recuerdo que decía de los de Herri Batasuna, que dan vivas a ETA cuando la banda mata a alguien y se manifiestan cuando se detiene a alguno de los terroristas, que "tienen el cerebro al revés" como "aquel niño que yendo a ver un panorama de figuras de cera de un circo romano en cuya arena había leones y cristianos no se le ocurrió sino contar unos y otros y exclamar a su padre: "Papá, ese pobre león no tiene cristiano que comerse". Hoy, en este panorama vasco-español, tres años después de su muerte, se hace notar la presencia de su ausencia, sus análisis y sus diagnósticos. Al fin y al cabo, como él mismo dejara constancia, dedicó una tercera parte de la atención de su vida profesional, y otra buena parte de la personal, a los asuntos vascos. Nunca para decir nada en vano, pues, como gustara decir y llegara a escribir en 1973, "para repetir lugares comunes no vale la pena estudiar". Solía ir a la más profunda raíz de las situaciones, siempre con una cuerda intelectual que le hacía adentrarse, en serio o en broma, en los vericuetos de la historia y la antropología, para entender mejor una cosa de hoy, o darle perspectiva, poniendo al descubierto a los descubridores de mediterráneos.

Los viajes en los que le acompañaba eran relativamente cortos. Aquel que hicimos a principios de octubre de 1973, cuando el otoño ya entraba, nos llevó a desplazarnos, en un Citroën que botaba a cada bache, a pocos kilómetros a la redonda, entre Álava y Logroño. Por el cambio de vegetación, Julio detectaba enseguida la divisoria de aguas, que separa en este estrecho territorio las que van al Mediterráneo de las que se dirigen al Atlántico, una división profunda de dos Españas en un corto trecho. En camino hacia Miranda de Ebro, atisbamos un pueblo colgado, vigilando dos desfiladeros a los pies de los cuales hay sendas poblaciones. Un sitio clave para la defensa-ataque de los tiempos medievales. En el Mirador de La Rioja le dedica algunos pensamientos a la llamada Reconquista. En La Bastida, al pasar delante de una iglesia, sale la voz del cura con un sermón sobre la monogamia, lo que hace sonreír a este gran solterón, mientras que hacia el Oeste, como para contestarle, unas nubes le hacen el amor al monte.

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De vez en cuando, Julio se revuelve contra algunas de las restauraciones tan desgraciadas de monumentos o contra los expolios de edificios históricos o del paisaje. Aquí y allá encuentra algún vínculo familiar. Como en Pipaón, donde un tío de su tatarabuelo había sido cura en 1760. Se conocía a sus antepasados como nadie, él que decía siempre que en las familias no convenía rebuscar mucho en el pretérito, más allá de los abuelos, pues siempre acaba uno encontrando historias raras o asuntos sórdidos. Cuando fuimos a verle en julio de 1995, pocas semanas antes de su muerte, sentado, a retazos estaba aquí, sujeto al presente y a la vida a través de un hilo poco visible y, posiblemente, cada vez más fino que se quebró días después. Se daba cuenta de que faltaba un libro en la estantería frente a la que se sentaba mañanas y tardes. Y nos reconoció perfectamente a mi mujer y a mí, recordando nuestra boda en una Girona que recorrimos juntos y cuyos arcos arquitectónicos reencontró con juvenil entusiasmo. En aquella ocasión, en que actuó como padrino, se quejó de las carencias rituales de las ceremonias civiles frente a las eclesiásticas, lo que favorecía a la Iglesia; una idea que se propuso desarrollar en un artículo que nunca escribió.

Antes de partir de Itzea, entré en su cuarto para despedirme de él. Acostado de buena hora, estaba despierto, acurrucado en su cama, como esperándola. Regresamos el 19 de agosto, apresurados por su muerte, acaecida la víspera. El pueblo de Vera de Bidasoa se volcó en un funeral muy vasco, y no sé si excesivamente católico para un hombre que se había caracterizado por una vida ferozmente independiente.

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