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Un vestido sucio

El país creador de la democracia moderna, aquel donde se produjo la declaración de Virginia, viene introduciendo desde tiempo atrás prácticas jurídicas que amenazan seriamente derechos individuales sin los cuales la convivencia puede convertirse en un infierno. Los pactos entre fiscales y acusados, las prácticas inquisitivas que de éstos se derivan, la negación del secreto... y otros métodos propios del Santo Oficio introducen por la ventana, con nuevas y no menos perversas intenciones en sede judicial, la "caza de brujas" propia de aquella subcomisión senatorial que presidió McCarthy y que con buen criterio había sido sacada a escobazos democráticos por la puerta. Los usos de Starr, el fiscal especial que persigue sin tregua al ciudadano Clinton, se colocan ya en el disparate. Una tragedia para el derecho y para la política.Los últimos pasos de este gran inquisidor han consistido en: a) Obligar a declarar a los escoltas de Clinton acerca de la vida privada de éste. b) Pactar con la ex becaria Mónica Lewinsky una declaración contra Clinton a cambio de exonerarla de toda responsabilidad jurídica. c) La presentación como prueba de un vestido de la infrascripta en cuyo tejido quedarían añosos restos de una polución clintoniana.

Obligar a declarar bajo juramento a un guardaespaldas acerca de las idas y venidas de la persona protegida por él, en este caso Clinton, es exactamente igual, moral y jurídicamente, que hacerlo con un sacerdote ante el cual Clinton se hubiera confesado. Nadie, absolutamente nadie y en nombre de nada tiene derecho a obligar a otro a que rompa un secreto obtenido en el ejercicio de una función concebida precisamente bajo la obligación de la confidencialidad. No existe jurídica ni moralmente un bien superior a la obligación de guardar secreto sobre la información así obtenida. Una película norteamericana, aunque de director inglés, Yo confieso, planteaba este conflicto ético y lo resolvía adecuadamente, pero, según parece, eran otros tiempos.

La pretensión judicial, e incluso mediática, de hacer del mundo un espacio dominado por la transparencia, en el cual el juez o el público tienen derecho a saberlo todo de todos, donde se destruyan la confidencialidad y el secreto, donde se imponga por la fuerza la práctica de la confesión general, es un proyecto, digámoslo de una vez, totalitario.

En este asunto de los quehaceres eróticos de Clinton no estamos ante ninguna broma morbosa o picante, sino ante un anuncio muy serio. Se trata, nada menos, que de destruir a una persona que, además, es el presidente de EEUU. Esas prácticas, por serlo y por tratarlo de tal forma, nos amenazan a todos. Nadie se engañe, "del rey abajo no va a quedar ninguno", pues no se trata de Afganistán y de los talibán, sino del país más desarrollado de la Tierra, aquel en que primero se impuso la tolerancia, la cuna de Jefferson y Adams.

Pero sigamos. El mentado fiscal, según se informa, ha llegado a un acuerdo con Mónica Lewinsky para que ésta acuse a Clinton a cambio de verse liberada de cualquier cargo, tal que el perjurio. Estamos ante una clara coacción y no ante una práctica admisible para llegar a la verdad. Aunque físicamente más brutales, no eran otros los métodos usados por la Inquisición con el potro o por las dictaduras militares modernas con la picana. "Tú denuncia y yo te perdono". De extenderse tales sistemas antijurídicos, nadie, sea su actividad pública o privada, se verá libre de encontrarse, primero, empapelado y, luego, condenado sin posibilidad alguna de defensa.

Resplandezca la verdad, la verdad encerrada en mi convicción personal, aunque para ello se destruyan las garantías procesales. Eso parecen pensar estos totalitarios de finales de siglo. La carga de la prueba, y obtenida legalmente; en fin, el derecho moderno, quedará dañado o destruido y sin estas normas volveremos a la barbarie. Tal es el objetivo.

El último capítulo, por ahora, consiste en la entrega de un vestido conteniendo manchas de semen que, siendo propiedad de Lewinsky, dice haber guardado, quizá amorosamente, su madre, Marcia Lewis. La cosa se las trae y más tiene que ver con la famosa denuncia de Archidona que con algo tan serio como la persecución a la que se ve sometido el presidente.

Pero, vamos a ver, ¿cómo es posible que una joven y su querida madre encierren bajo siete llaves una tan vulgar prenda sin previamente pasarla por la lavandería?, ¿estamos ante un acaso de fetichismo familiar o, quizá, ambas damas consideraron haber obtenido una reliquia para, pasado el tiempo, subastarla en Sotheby"s? Es posible, lo que sería peor, que nos encontremos ante una perversa y retorcida forma de perpetrar un chantaje. Y, en efecto, la poluta falda en manos del afamado Starr no ha de servir para otra cosa.

Entretanto, la popularidad de Clinton, medida diariamente por las consabidas encuestas (otra tortura), sigue firme con un 65% de aprobados y, lo que puede ser más significativo, un 75% de los encuestados no cree que el perjurio presidencial, lo cual está muy lejos de quedar demostrado, sea motivo suficiente para destituirlo.

Entre tanto disparate, ante un proyecto judicial y mediático de contenido totalitario, la esperanza radica, desgraciadamente, no en los juristas que debieran haber puesto pie en pared hace ya mucho tiempo, ni en los políticos que, ciegos en sus luchas partidarias, se han olvidado de que éstas han de estar sujetas a unas reglas de juego, rotas por Starr y sus huestes, sino en la opinión pública norteamericana harta de la cacería. Un público que sensatamente se inclina por separar, como es debido, las actividades eróticas de Clinton de la labor política de su presidente. Un cambio significativo y esperanzador.

Empero, las cosas nunca debieran de haber llegado judicialmente al punto en que lo han hecho. Ni el morbo, ni la persecución son buenos para la justicia, y ésta debiera ser garante de la seguridad y de la convivencia, mas cuando el poder tienta a la judicatura y ésta cae en esa tentación, el virus produce inexorablemente efectos destructores de carácter totalitario. En eso estamos. En esa suciedad mucho más amenazante que el vestido de la joven Lewinsky, por muchas manchas que éste contenga.

Joaquín Leguina es diputado socialista.

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