Un gran "Parsifal" de Domingo en homenaje a Solti
A Georg Solti le quedó un sueño por realizar en Salzburgo: dirigir Parsifal, el enorme canto del cisne wagneriano. Había previsto montarlo este verano, pero la muerte le tenía reservados otros proyectos. Sus amigos de la Filarmónica de Viena y la dirección del festival han querido rendirle tributo con una impecable versión en concierto que el maestro húngaro sin duda habría aprobado. Plácido Domingo y Waltraud Meier incorporaron los papeles principales a las órdenes del ruso Valery Gergiev.Este festival es muy grande. En dimensiones, pero no sólo en ellas. Ayer mismo, uno podía optar entre ver teatro en la Domplatz, asistir a una matinée o bien a un programa de tarde en el Mozarteum, irse al patio de la Residencia para un Rapto en el Serrallo, asistir a una lectura de textos de la escritora austriaca Elfriede Jelinek en el Landestheater, deleitarse con un concierto sinfónico a base de Haydn y Beethoven en la Sala Grande o llegarse al Perner-Insel para descubrir Soon, un musical inspirado en la matanza de Waco de Hal Hartley. La dificultad de la elección fácilmente puede inducir al agobio.
Pero este festival es grande además porque, por más cambios que haya experimentado a lo largo de su casi octogenaria historia, ha permanecido fiel a su memoria: la que hicieron legendaria los padres fundadores, Richard Strauss, Max Reinhardt y Hugo von Hofmannsthal, y prosiguieron tantos otros, desde Toscanini, Fürtwangler y Karajan hasta Bernstein, Abbado y Muti, pasando por Bruno Walter y Karl Böhm. Y, por supuesto, por Georg Solti, que amplió la nómina de grandezas con Un ballo in maschera, La flauta mágica, Frau ohne Schatten, Falstaff y Fidelio.
Qué mejor para recordar a Solti que un Parsifal. Este drama está impregnado todo él, como ha subrayado Carl Dahlhaus, del recuerdo, de la memoria: el presente no es otra cosa que la concreción de elementos del pasado, previamente esbozados como reminiscencias musicales. Todo Parsifal, y no sólo el que realiza Gurnemanz en el primer acto, puede entenderse así como un racconto de los orígenes cristianos.
Soberbio el recuerdo de ese pasado mítico que llevó a escena el ruso Valery Gergiev al frente de la Filarmónica de Viena la tarde-noche del sábado. Hay veces en que se intuye que algo grande va a ocurrir antes de que suene la primera nota. En Salzburgo, el público, apenas oye el la de afinación, calla rápidamente y deja de toser: se diría que se resfría menos que en España. Se hizo pues un silencio espeso y atacó la cuerda el motivo insondable de la Santa Cena: iban a seguir más de cuatro horas de revolcón wagneriano.
Gergiev es un discípulo evidente de Karajan: su forma de hacer vibrar la batuta, de dejarla en el atril y servirse sólo de las manos cuando busca una mayor expresividad, de abrir los brazos reclinado hacia la orquesta para abrazar el sonido y poseerlo hasta el tuétano son karajanismo en estado sólido. Emplea tiempos amplios, generosos, y persigue el matiz hasta su última resonancia.
En el plano vocal, dos rotundos triunfadores: la Kundry de Waltraud Meier y el Parsifal de Plácido Domingo. La primera, puro enigma en el primer y tercer acto y pura explosión de fuerza en el segundo. No hay voz wagneriana igual hoy en día. En cuanto a Plácido Domingo, su voz puede que se haya oscurecido algo desde que se estrenó en La Scala con este título, pero sigue manteniendo intacto el vibrante ataque de la nota que llega como un regalo a los oídos del espectador. Matti Salminen (Gurnemanz), Franz Grundheber (Amfortas), Nikolai Putilin (Klingsor) y Franz-Josef Selig (Titurel) completaron un reparto de primera que provocó el delirio del público al final.
Un último apunte a mayor gloria del festival: la sabiduría a la hora de escenificar una ópera en versión de concierto. Un inteligente juego de luces y un diorama de fondo bastaron para no echar en falta vestuario y decorados.
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