Vacaciones
Yo conozco un lugar cerca del paraíso, como aquéllos que evocaban los crooners norteamericanos de antaño. Juro que existe. Y no sólo eso, sino que tengo el raro privilegio de disfrutar en él, todos los veranos, un par de semanas de vacaciones. En dicho lugar hay yerba y frondas y silencios, y todavía no ha aparecido ningún vociferante abertzale con denominación de origen exigiendo la pena capital para los eucaliptos por no ser autóctonos (casi nada es ya autóctono, ni siquiera Bill Gates, y ya ven ustedes qué carrerón lleva), de modo que ellos nos obsequian, agradecidos, con su fragancia, su sombra y su oxígeno, aunque después del ocaso predomine el aroma de las damas de noche (de origen vegetal, entiéndase).¡Ah!, el ocaso. Contemplamos al padre sol hasta que se oculta tras los cerrillos, cabe la ermita, y él suele pintarnos a guisa de bye-bye, sobre la quebrada y ya oscura línea del horizonte, hermosas composiciones. No sin ayuda de sus amigas las nubes, claro está, que posan complacientes ante los rayos-pinceles del astro rey y se dejan impregnar, acaso preñar, por ellos. A veces, Febo y sus compinches muestran cierta galvana: en el firmamento quedan entonces, por ejemplo, unos cuantos dirigibles color melocotón. En otras ocasiones se aplican más, y les sale una goleta rosa con Horacio Nelson al timón. No hay nada que oculte el crepúsculo a sus transfigurados espectadores, ni horrendos edificios urbanos ni espantosos cables de cualquier multinacional cablera, ni pedestales para entronizar en el próximo futuro a S. S. Woyjtila y la mano supérstite de santa Teresa, ni maquinonas empeñadas en romperlo todo para "mejorarlo" ni autocomplacientes y gigantescos carteles rubricando sin mesura la hazaña.
El capítulo de nohays resulta, en aquel lugar, inagotable. No hay mendigos ni colgados, ni mutilados exhibiendo sus muñones, ni limpiaparabrisas salvajes, ni vendedores de periódicos con vocación filantrópica, ni chicos/as muy simpáticos/as y muy limpios/as sometiéndote a una encuesta callejera sobre temas ininteligibles, que anotan en un descuido nuestro número de teléfono y nos llaman a poco, ufanos, para anunciarnos que nos ha tocado por nuestra colaboración un apartamento en la costa levantina, que será nuestro del todo apenas nos acreditemos en Ortega y Gasset no sé cuántos, soportemos -según resulta- un inane diálogo de cuarenta minutos con una pobre chica incapaz de informarnos de nada coherente, contemplemos un interminable vídeo... y averigüemos al fin que lo que nos ha tocado no es un apartamento, sino un viaje en autobús (cantando el piopapío con los demás beneficiarios) al destino en cuestión, así como una nebulosa "opción de compra" en muy buenas condiciones.
Y -volviendo al paraíso- no hay presuntos poetas que depositen un papelito sobre la mesa de la terraza en que sólo pretendíamos tomar el fresco y descansar, ni floristas chinas, ni "payasitos" empeñados en hacernos una gracieta. Tampoco hay, ¡Dios sea loado!, autoridad competente alguna a la vista, desde el más raso guardia local punitivo al alcalde flamígero que acude arropado por sirenas ululantes a inaugurar cosas erigidas en homenaje a sí mismo. Ni agresiones municipales de madrugada por parte del camión de riego 742, "por una España grande y libre", digo, no, "por un Madrid limpio y verde", ni tubos tonantes erradicando feuilles mortes inexistentes.
No hay moteros que nos acosen por aceras y semáforos en plena y vitalicia impunidad, ni atascos, ni coacciones para que adquiramos una plaza en el enésimo parking para residentes.
No hay, en suma, esa sensación capitalina de caos permanente, de prepotencia, de despilfarro errático e inútil, de continuada coerción, de desprecio a la belleza, a la historia, la cultura, la sensibilidad y la inteligencia. Desprecio a la ciudadanía.
Sí hay sitio para aparcar sin pelearse con nadie, árboles que, según hemos quedado, crecen a su aire, risueña y pacífica convivencia entre muy diversas etnias, una sonrisa en el rostro de quienes nos sirven sin prepotencia pero también sin servilismo, un saludable sentido de la hospitalidad, una sonrisa. Tal sonrisa no es siquiera ajena a quienes, conectados a un ordenador o ubicados tras una caja registradora, ya serían, en la capital, robots.
Desde mi lugar en el paraíso, y durante quince días, Madrid resulta tan sólo un horror aberrante y remoto.
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