Mendoza
Siempre que se habla de la muerte del arte o del fin de la novela se producen malentendidos estupendos. Ni los vendedores de pinceles ni los libreros van a morirse de hambre. Lo que ha cambiado no es el arte o la novela en sí, sino el aficionado al arte y el lector de novelas. Pero, claro, si se dice "el lector ha muerto", queda un poco raro.Arthur Koestler fue apresado por los franquistas en 1937. Durante medio año vivió condenado a muerte, incomunicado y oyendo cómo fusilaban cada noche a sus compañeros de presidio. Poco le faltó para enloquecer. Pero en el penal de Sevilla había un bibliotecario, personaje fascinante, que se apiadó de su agonía. Tras un mes de contar las horas que le llevaban al paredón, cayó en sus manos un libro, la autobiografía de Stuart Mill. "Lo leí", dice, "con devoción y fervor. Apenas entendía una cuarta parte del texto, pero eso aumentaba mi placer. Supongo que los romanos leían así, devotamente, apenas unos centímetros de sus pergaminos al día". Lo hizo durar cuanto pudo. Durante la lectura, su muerte quedaba en suspenso.
El acabamiento de las artes, el fin de la novela, no es una excusa para artistas y novelistas sin talento, ni mucho menos un invento de los intelectuales (como gustan creer otros intelectuales), sino una transformación histórica de los aficionados y los lectores. Ya no hay lectores romanos que lean con devoción diez líneas cada día y disfruten aunque sólo entiendan una cuarta parte; así leyó todavía Eliot Ulises. Tampoco hay lectores que lean como condenados a muerte; así leían todavía nuestros abuelos cuando la letra era sagrada. Pero ya no lo es. Los jóvenes actuales usan otros rituales para distraer la agonía. Lo dijo Mendoza en Santander, y unos primaveras creyeron que pretendía birlarles el billetero.