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¿Una?, ¿dos?... Muchas comunidadesJOAN SUBIRATS

Joan Subirats

No parece bueno tanto debate esencialista con los calores en que nos hemos sumergido. Anda el personal excitado con la perspectiva electoral, el debate presupuestario y demás déficit, y en estos casos nada mejor que darse en las mismísimas identidades. El mundo se nos va haciendo pequeño, cada día nos encontramos con gentes y realidades nuevas, y ello nos hace sentirnos diferentes, distintos, y esta misma otredad nos encamina a refugiarnos en lo nuestro, tornándonos menos proclives al mestizaje. Desde hace un tiempo se pone de relieve cómo, en ciertos casos, ese repliegue redescubre la comunidad, esa realidad primaria, más próxima, más conocida y en la que uno se siente a salvo, aun a costa de renunciar o poner en cuarentena lo que cada uno transporta de diferente y distinto. La sociedad universal de individuos libres e iguales está muy bien, dicen algunos, pero resulta poco acogedora. No te da abrigo cuando lo necesitas. Te permite ser como quieras ser, siempre que respetes las normas básicas de convivencia, pero también te aísla, te insulariza y, a la postre, te insolidariza y vuelve a los demás también insolidarios respecto a ti. La Administración, el monstruo filantrópico de Octavio Paz, cuida de ti, pero lo hace de forma indolente y tosca. Nos gusta la diversidad, pero sólo cuando es amable, cuando está controlada, como cuando uno puede pasar de la Polinesia a México, o de China al Lejano Oeste en plan Port Aventura (entrando y saliendo por lo nuestro, lo mediterráneo). Es ésa una visión de la comunidad, defensiva, que tiende a estigmatizar las diferencias, que da cobijo a cambio de seleccionar a los propios, y siempre que respeten nuestras reglas. En esa perspectiva vamos derechitos a la catástrofe. Una comunidad que refuerza lo suyo, que sublima sus elementos diferenciales aun a costa de reinventar tradiciones e historia, puede resultarnos más segura, pero sólo será un espejismo que nos conducirá a procesos de limpieza y depuración sin final. En estos momentos en Cataluña se multiplican los que juegan a alquimistas comunitarios. Están los que, aparentemente armados de buenas intenciones, afirman que sólo hay una comunidad, los que viven y trabajan en Cataluña, y quieren ser catalanes. Por otro lado, encontramos a quienes escudriñan en los pliegues sociales en busca de elementos que les permitan hablar de dos comunidades. Unos y otros se golpean con estadísticas y con encuestas de opinión. ¿Cuántos habitantes de Cataluña afirman sólo sentirse catalanes, cuántos tan catalanes como españoles, cuántos sólo españoles, cuántos dudan...? Los resultados de tales preguntas en las series temporales disponibles dan para todo tipo de hipótesis. Pero ¿no podríamos cuestionarnos las propias preguntas? ¿Por qué no ofrecer a los encuestados otras opciones? A mí me gustaría ser interrogado también sobre si me siento más del barrio del Raval o de Barcelona, de Barcelona o de Cataluña, de Cataluña o de la región suroeste del Mediterráneo norte, de España o de los países latinos, de Europa o del mundo cristiano. ¿Por qué conformarme con una identidad si puedo disponer de varias? ¿Por qué encerrarme en una comunidad si puedo transversalizar (palabreja de moda) mis pertenencias? Me gusta mucho la metáfora de Ernest Gellner sobre los muebles y las identidades. Afirma el autor en uno de sus últimos trabajos que el mobiliario tradicional, el de los grandes armarios y grandes cómodas, ofrecía solidez, coherencia y servicio, todo al mismo tiempo. Uno se compraba un mueble de esas características y ya no le abandonaba a uno en todas sus peripecias. Establecía con el armatoste en cuestión una especie de compromiso vital. Ocupaban todo el espacio disponible, pero a cambio en ellos cabía todo. El problema es que la vida cada vez está menos hecha para tamaños artilugios. No nos resignamos (al menos yo cada vez me resigno menos) a identificarnos con algo en exclusiva para toda la vida. Si los tatuajes ya no son del todo permanentes, o si el RACC o las compañías de seguros hablan de "repatriación" del vehículo averiado cuando te alejas más de 50 kilómetros del lugar de destino, ¿por qué no podemos armar un mueble de identidades que sea más adaptable?, un mueble modular, por ejemplo. Empiezas por una pieza y vas agregando. De cuando en cuando cambias la de LP por la de CD y santas pascuas. De esta manera construimos un individuo molecular, que le pueda dar la razón a Durkheim cuando decía que alguien que no es capaz de vivir a la vez varias identidades demuestra su inmadurez. La gente necesita asideros en los que apoyarse ante tanta modernidad individualizadora, pero hemos de evitar construirlos de tal manera que se conviertan en fortalezas defensivas en las que se prima la seguridad colectiva (y de las esencias) a cambio de libertad y de justicia social. Precisamente, la sociedad pluralista permite una buena mezcla de actividades competitivas y cooperativas, a partir de la idea que la individualidad no constituye una amenaza para el orden social. ¿Puedo ir tirando con mi mezcla de identidades y de comunidades en las que apoyarme y competir, sin que constantemente me pidan que tome partido en exclusiva? Es evidente que todos nacemos con anomalías. Una de las mías es la de haberme criado en catalán y la de chocar rápidamente con estructuras que me negaban el desarrollo natural de esa realidad. Sin duda, en mi mobiliario modular esa pieza ocupa un lugar estructurante esencial, pero mientras no me lo vayan poniendo en cuestión día si y día no, y me dejen vivir plenamente (en todos los ámbitos en los que se desarrolla mi vida), desde esa afirmación, me gustaría pensar que puedo ir acrecentando mi mobiliario, enriqueciéndolo, y disfrutando de todo tipo de mezclas y combinaciones. En fin, ¿para qué escoger una o dos comunidades, si puedo ser de muchas a partir de las que he ido considerando como propias?

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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