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Reportaje:

Ceniza y miedo en Solsona

Las calles de Solsona eran ayer al caer la tarde los restos de un inmenso brasero: estaban cubiertas de ceniza gris, agujas de pino semicalcinadas y, sobre todo, de andares de gentes que se reponían de la angustia vivida durante toda la noche anterior y parte del día que se iba. "Tremendo, angustioso, horroroso...". Los solsonenses parecían no querer describir los hechos y se refugiaban en los adjetivos que describían sus propios sentimientos, sus reacciones ante un fenómeno que nadie recordaba. Las campanas de las iglesias tocaron a arrebato, pero con escasa convicción. Ni quien provocaba los tañidos ni quien los oía recordaba cuál era el toque que indica que en algún lugar cercano hay fuego. Hoy las campanas han sido sustituidas por las emisoras de radio locales. Los habitantes de Solsona explican lo ocurrido mezclando las propias vivencias y su interpretación radiofónica. "Anoche", cuenta una mujer, "por una emisora hablaba un payés y preguntaba qué tenía que hacer porque las llamas le llegaban al pajar y cerca tenía un depósito de gasóleo". La mujer se refiere a la noche que va del domingo al lunes, "cuando se juntaron los dos fuegos", precisa. La ciudad no llegó a estar nunca en peligro, pero durante 18 horas estuvo invadida por la ceniza, por densas nubes de humo, y tuvo a las llamas constantemente en el horizonte. Solsona vivió ayer el miedo a lo desconocido. Aún no se ha recuperado. Aún huele a leña quemada y, por el sur, aún se divisan grandes humaredas. "Han cerrado el hogar del jubilado; dicen que el polvillo mezclado con el aire acondicionado es fatal para los pulmones. Ya, con la edad, no está uno para nada", remata entre calada y calada que va dando a un caliqueño un hombre entrado en años. Otro vecino que le acompaña añade: "Se ha perdido mucho. Mucho; y eso que algunos terrenos no valían demasiado. Eran sólo pinos, y es bonito verlos pero nada más", explica señalando con el dedo el origen del miedo. "El fuego estaba en Torà y en Clariana y las llamas subían rodeando el pueblo", cuenta una muchacha en el interior del Ayuntamiento. El municipio recomendó a los solsonenses que no salieran a las calles y se mantuvieran en sus casas en los momentos más intensos de la humareda, pasado el mediodía. Poco a poco, con la oscuridad y la caída de las temperaturas, las calles empezaron a reanimarse. Pero la gente que paseaba era, en su mayoría, de edades extremas: o muy jóvenes o superando claramente los 60. "Muchos están ayudando", dice una mujer en el Consell Comarcal, mientras unta trozos de pan con tomate para los voluntarios. "Como mi vecino", añade otra; y pronto asegura que desde ayer sus padres no saben nada de él. "Debe de estar tan entretenido apagando las llamas que se ha olvidado de llamar a casa o no ha podido". No poder llamar a casa era ayer una posibilidad muy seria. Solsona estuvo sin teléfono entre las 11.00 y las 19.00 horas, más o menos. Las comunicaciones se hacían por telefonía móvil. También los accesos por carretera desde Cardona y Torà estuvieron interrumpidos durante buena parte de la tarde. Durante todo el día el cielo de la ciudad estuvo surcado por avionetas y helicópteros y sus calles por bomberos, Mossos d"Esquadra y Guardia Civil que, al decir del camarero de un bar, iban de un lado para otro al compás del viento. En las afueras de la ciudad está el cuartel de los bomberos, transformado en centro de mando. Frente a él se agolpan montones de agentes de todos los cuerpos policiales. También curiosos: niños y mujeres, sobre todo, que quieren saber algo a cualquier precio. Los críos se entretienen en leer los distintivos de los micrófonos que también esperan: Ràdio Barcelona (SER), Com Ràdio, Catalunya Ràdio, TV-3, RTL (Radio Tele Luxembourg). Detrás está el horizonte. Un cielo difícilmente azul, entre rojo plomizo y gris oscuro, que se mueve lentamente. Desde los balcones y terrazas vecinos, familias enteras admiran el espectáculo abalanzándose contra la barandilla para apreciar mejor la evolución de un helicóptero que vuela bajo, atronadoramente, con un rugido que suena a solución de algo. La llegada de Jordi Pujol, anunciada por el revoloteo de los mossos poco antes de la entrada del coche oficial, provoca nuevos movimientos de curiosidad. "A ver si lo veo", dice una mujer con claro acento de Murcia, abriéndose paso entre un montón de mocosos. La marcha del presidente, casi a las diez de la noche, coincide con un cambio en la dirección del viento. Vuelve la ceniza, el olor a chamusquina, el recuerdo del miedo. Poco después, de nuevo, parece que se desvanece dejando a la noche como única señora de las calles. Con la noche llegó una cierta calma. El fuego no se había extinguido, pero existía la convicción de que mañana -hoy para el lector- será otro día; mejor, sin duda, porque peor resulta más que difícil.

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