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Pedaleando

Quisiera que esta croniquilla sirviese de homenaje a algo que me ha dejado siempre perplejo: el Tour de Francia, el Giro italiano o la Vuelta a España, no tengo manías. En ello van implícitos los numerosos recorridos provinciales y autonómicos, así como las plausibles convocatorias que incitan a buena parte de la población civil a endosarse la vestimenta correspondiente, sin distinción de edad, género, creencias o musculatura, para interrumpir la circulación en Madrid en varias épocas del año. Sin duda, un fenómeno sociológico de primera categoría, avalado, incluso, por quienes no lo entendemos.Es un deporte, sin duda, y su práctica moderada merece el beneplácito general, aunque, si raspamos, daremos de narices con que sus orígenes, en España, son borrosos, difuminados. Debe ser por la áspera geografía sobre la que vivimos, este subir y bajar del valle a la montaña, de la cima al abismo. Sólo han pasado 200 años desde que un individuo inventó el celerífero, un juguete con dos ruedas, una tabla y el gracioso juego de los pies sobre el suelo para impulsarlo. Hay que esperar a los finales del siglo pasado para que el veterinario irlandés llamado Dunlop (¿les suena?) ideara los neumáticos. El resto, de la estructura del velocípedo hasta hoy, ha sido cosa de inventiva y estética.

Francia merece ser la patria de esta diversión -transformada en gigantesco negocio- debido quizás al suave trazado de sus tierras. Allí se le dio e1 primero y mejor impulso al asunto, encontrando, enseguida, su empleo práctico: el cartero, que abandona el uso legendario de los pies para recorrer las parroquias sobre 1as dos ruedas, con la saca en bandolera. En otras edades nada alcanzaba verdadera carta de naturaleza si no tenía aplicación en el viejo pasatiempo de las naciones, que eran las guerras. En la Primera Mundial no faltó el batallón ciclista, enviado, inútilmente, al frente del Marne, donde, por cierto, debutó con dudoso éxito un destacamento de taxis parisienses, que se desplazó, sin bajar la bandera, con el propósito inalcanzado de parar en seco a los tercos teutones.

Desde el punto de vista del virtuosismo, es de práctica muy reducida, como el tenis, el fútbol o las carreras de caballos, que en la Gran Bretaña no han sido destronadas por el artilugio, si bien este año el celebérrimo Tour ha partido de Irlanda, en un empeño tesonero por implicar cada vez a mayor número de gentes. Ni cuajó en las Américas. Sólo vemos una bici en alguna secuencia cinematográfica y, generalmente, la maneja una bella señorita, la protagonista, que se mueve grácilmente entre el sillín y el cuadro, algo que, antes, distinguía de forma sexista dichos ingenios. Es, pues, un vehículo continental, que alcanzó la más amplia difusión en un enorme país -exótico para nosotros- donde, sorprendentemente, no hay petróleo: China.

Como en tantas cosas, España ha contribuido con lo que se llama "el genio de la raza", o sea, unos cuantos sujetos que se han aplicado de manera extenuante a dominar una actividad, la que sea. El triunfo es el merecido premio. En el tenis, ahora, en estos momentos, es cuando se puede hablar de una pléyade de jugadores en primera fila. El deporte que mejor nos va, pues ahí sobresalen las individualidades, aunque en la sombra siempre haya madres, como la de Arantxa Sánchez Vicario, la de Martina Hingis o padres como el de Mónica Seles o Mary Pierce. La bicicleta asimismo es la epopeya del corredor solitario, si bien luego está rodeado de los llamados domésticos, cooperadores, asistentes, a más de la nube de competidores que se quedarán lejos de la meta. Hemos dado -y seguiremos- grandes figuras del pedaleo: una prehistoria que enlaza con Timoner, Martín Bahamontes y enhebra con el que ha emulado todas las marcas: Induráin; luego, su delfín, Olano, y veremos si algún paisano cruza la meta al final de los Campos Elíseos. Otra vez el orgullo nacional está en los músculos gemelos de estos "forzados de la ruta", como también se les ha llamado: para un francés, el triunfo de Jalabert es considerado propio, sea cualquiera el color bajo el que le dé a los tobillos. Para un belga, un suizo, un italiano o un sueco, otro tanto. Nosotros, este año, necesitamos que sangre española nos saque la dolorosa espina del Mundial de fútbol. Si no, otro año será.

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