Los dominicanos, incomprendidos en Ciutat Vella
La colonia dominicana de Barcelona ronda las 7.000 personas, de las cuales no menos de 200 residen en las calles de Corders y de Carders y en sus inmediaciones, entre las plazas de la Llana y de Sant Agustí, en el corazón de Ciutat Vella. Llegaron poco a poco, a finales de los ochenta y principios de los noventa, cuando los propietarios de pisos se lo pensaban dos veces antes de alquilar una vivienda a un emigrante. La avanzadilla fueron mujeres que encontraron cobijo en alguna casa de la zona -llegaron a la veintena en un mismo domicilio-, dominicanas que cruzaron el océano para trabajar en el servicio doméstico. Hoy la salsa, el merengue y la bachata encabezan el hit parade del barrio, el bar Bocachica es el más concurrido, el supermercado Santo Domingo vende productos genuinamente caribeños y una mensajería se ocupa de la paquetería con destino a la isla. Problemas, los hay, y muy variados. Para empezar, los dominicanos están habituados a relacionarse en la vía pública, a hablar alto y claro, y a escuchar la música al límite del potenciómetro. Son el reverso de la moneda de las costumbres autóctonas y los conflictos no son infrecuentes, aunque han menguado desde los días más virulentos. Para continuar, la apertura de los primeros comercios y las primeras manifestaciones de la cultura popular dominicana no fueron muy bien acogidos. Hay quien se atreve a decir que hubo "una especie de persecución". "En cierta ocasión tiraron lejía sobre el coche de un policía casado con una dominicana porque estaba junto a unos chicos que hablaban alto", recuerda Leonardo Suriel, encargado de un servicio de telefonía y envíos de dinero que la empresa Euro-Telecom tiene en la calle de Corders. Suriel lleva en Barcelona desde 1991 y coincide con Mario -"sólo Mario", puntualiza- en que enseguida le sorprendió "lo bajito que habla aquí la gente". La observación no es ociosa porque los vecinos más quejosos de los dominicanos aluden siempre a las voces, al ruido y a la música. Pero para Otoniel Méndez, que lleva 10 años en Barcelona y es propietario del bar Bocachica y de la mensajería, la raíz del conflicto es muy otra: "Lo que hay es racismo, que muchas veces viene por la envidia". Otoniel tiene una colección nutrídisima de intervenciones administrativas en su pequeño bar, que compró después de trabajar de albañil y de vender joyas a domicilio a los dominicanos. En Santo Domingo era transportista y tenía vehículo propio, pero un día Elva Luisa, su mujer, propietaria de una tienda de comestibles, decidió que mejor le iría en España de asistenta que en su país tras un mostrador; ocho meses después, él siguió sus mismos pasos... y así hasta agosto, cuando regresarán al Caribe. -¿Les iba mal allí? -No, pero quisimos probar. El dominicano es emigrante por naturaleza aunque no tenga problemas económicos. La peluquera Laura McKey, con establecimiento propio, y su clienta Frannis Matos, diplomada en enfermería metida a empleada de hogar, lo niegan. "Adoro mi país, pero se necesita dinero y aquí gano en seis meses lo que allí en un año", asegura Laura, que hace tres años dejó a su madre y a sus dos hijos en la isla. Frannis, que hace dos años que no ve a los cinco hijos que la esperan en "la República", suma su voz al diagnóstico: "Nadie se va de su patria si no es por necesidad, y las mujeres, menos". Pero las mujeres fueron las primeras en emigrar porque tenían más facilidades para encontrar trabajo en Europa, hasta el punto de que llegaron a ser el 90% de la colonia dominicana. El censo es ahora más equilibrado, como puede comprobarse los sábados y los domingos, cuando más exteriorizan los dominicanos sus hábitos extravertidos. Es una forma de combatir la añoranza. "Yo me acuerdo todos los días de mis hermanas, a las que no veo desde hace cinco años, y de mi papá, que murió. Por eso me pongo muy mal cuando pasan según qué cosas en el barrio", dice Lita, empleada como canguro y vecina del barrio. -Y qué cosas pasan. -Lo de siempre: que si queremos aprovecharnos de la gente, que si quitamos el trabajo, que si el ruido. No nos miran tan mal como a los argelinos y a los gitanos, pero siempre hay problemas. Hansir Medina, ex empleado público en Santo Domingo y responsable de un servicio de paquetería, apoya el punto de vista de Lita: "Aquí no hay cordialidad; ustedes van de serios siempre. Yo añoro mi país todos los días". Y abunda en el espinoso asunto de los decibelios: "El otro día pasó una mujer a quien yo conozco y dijo a unos paisanos que son peores que los magrebíes. Siempre es por lo mismo: aparcan un par de coches, ponen música y hablan como a nosotros nos gusta". Otros ven las cosas con más optimismo, aunque no renuncian a instalarse de nuevo en su tierra. "En todas partes se dan fenómenos de racismo", admite José Miguel Sánchez, "pero conmigo directamente aún no se han metido a pegarme y eso". Llegó a Barcelona hace nueve años en compañía de su hermana, pero ella no pudo acostumbrarse a Europa y regresó. Él piensa hacerlo algún día, cuando haya ahorrado algo de dinero. La tienda de comestibles de José Miguel, a un paso de la plaza de Sant Agustí, acoge a los clientes bajo la protección de la bandera dominicana. Allí pueden comprarse plátanos, yuca, yantía, yame, juandule en conserva, cerveza Presidente, malta Indias, pica pica en conserva y leche de coco, todo importado de América y comprado por José Miguel en Mercabarna. "Cuando estás con los hermanos, en el Bocachica, te dan ganas de regresar porque te acuerdas de los tuyos", dice nostálgico un joven que lleva siete años de ayudante de lampista, aunque él aspira a tener negocio propio. "Casi nadie piensa en quedarse para siempre", añade, "por eso intentamos vivir de la manera más parecida a nuestra forma de ser, pero la mayoría no queremos molestar". La opinión más extendida en la colonia dominicana es que la presidencia de Leonel Fernández, elegido en 1996, ha puesto la República Dominicana en marcha y dentro de pocos años estará en condiciones de acoger a quienes probaron fortuna en otros lugares. "Allí hay mucho que hacer", comenta Leonardo, sentado a todas horas en el rinconcito desde donde gobierna el locutorio telefónico que tiene a su cargo. "Ya se dan las condiciones para que los dominicanos podamos regresar en un plazo no muy largo", corrobora Hansir, que sabe de sobra que quienes no se instalarán de nuevo en la isla son los dominican york, apelativo con el que se conoce a los que emigraron a Estados Unidos. Ilusión por volver Para unos pocos, las esperanzas depositadas en Leonel Fernández no son suficientes. "¿Cómo puedo regresar", se pregunta Luis Eduardo, " si llevo dos años en Barcelona y aún no he logrado un trabajo estable? ¿Cómo puedo regresar si tenía un empleo seguro en una fábrica de envases de plástico y preferí la aventura? ¿Qué pensarán los míos si regreso como un fracasado?". La historia del dominicano Leonardo Suriel no es frecuente.Era el encargado de relaciones laborales de la compañía telefónica dominicana en la zona norte del país. Describe sus funciones como "un trabajo de bastante responsabilidad", probablemente alejado de las penalidades económicas que han inducido a muchos compatriotas. Pero en la campaña electoral de 1990 apoyó activamente al candidato Juan Bosch, un reformista radical, que obtuvo una victoria no reconocida por el presidente saliente, Joaquín Balaguer. La consecuencia inmediata fue que perdió su trabajo y quedó políticamente significado en un pequeño país donde todos se conocen. Leonardo amaneció en 1991 en Europa. Estuvo en Suiza y más tarde en España, donde fue pintor de brocha gorda en sociedad con un amigo y camarero ocasional en un chiringuito de la plaza de la Font Màgica, en Montjuïc. Las muchas horas y el trabajo escaso le dieron tiempo para escribir la novela Califé, Califé, que presentó al Premio Planeta de 1996; la enseña a quien se lo pide y no piensa publicarla.
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