Otelo, el moro de Valencia
Harto de atentados, procesos interminables y cotilleos, busco algo más novedoso en los diarios antiguos. No tardo en encontrarlo. Hace ya casi dos siglos, en el Diario de Valencia del martes 11 de enero, martes, de 1803, en la sección Noticias particulares de Valencia, apareció el siguiente texto: "Pérdida. Quien hubiese hallado un pañuelo de seda, encarnado, que se perdió la noche del 7 del corriente, desde la calle de la Nave hasta la de Serranos, lo devolverá al Despacho principal de este Diario, donde darán el correspondiente hallazgo". Parece trivial, pero no lo es. Una mujer -porque cabe presumir que el pañuelo de seda encarnado pertenece una mujer- pierde una prenda que para ella significa mucho. De lo contrario no se molestaría en informar al diario. Sin embargo, evita dar su nombre. ¿Por pudor, por comodidad, por miedo a enfrentarse a un chantajista? La nota no especifica las dimensiones, por lo que puede tratarse tanto de un pañuelo de bolsillo como de un pañuelo de la cabeza o de un pañuelo para abrigarse los hombros, como un chal o un foulard. Pero el material y el color sugieren que no se trata de un pañuelo de bolsillo. Seguramente la prenda pertenece a una mujer acomodada, de clase alta, que la lleva al cuello o sobre los hombros, para protegerse del frío. ¿Es posible que una prenda así se deslice hasta el suelo sin que su poseedora lo advierta? Tampoco hay por qué dudar de la buena fe de la informante. Suponemos que ha perdido el pañuelo al salir del teatro, porque la calle de la Nave y la contigua de las Comedias abrigan lugares propicios para el disfrute de las artes escénicas. Menciona el trayecto entero, lo que indica que estaba segura de llevar el pañuelo a la salida del teatro, y que ha advertido la pérdida en la calle de Serranos, acaso al llegar a su domicilio. Todo hace pensar, pues, que ha ido paseando, y no en carruaje. Y eso que estamos en una noche de mediados de enero, sin duda poco apacible, y una persona de su alcurnia tiene siempre un carruaje a su disposición. Pero ya se sabe que a la salida del teatro puede suceder cualquier cosa, y a veces apetece estirar las piernas. De no estar casada, la mujer no sería tan discreta y no estaría tan apurada. Concedámosle un marido, y convengamos en que es él quien le ha regalado el pañuelo, porque las costumbres de la época no permitirían que llevara un obsequio de otro. No obstante, hay algo en ese color que nos desazona. ¿Por qué encarnado, que es el color más llamativo y el que más desentona con la pudibundez del entorno? El encarnado recuerda invariablemente la guillotina, la temida revolución francesa y, por contraste, la todavía acechante Inquisición. ¿Por qué no un color más prudente, menos provocativo? ¿Por qué no un blanco o un negro, o al menos un azul? Todo apunta a que el marido desea que los demás se fijen en su mujer y perciban sus encantos. Es obvio que se trata de un hombre orgulloso, que exhibe su amor como un triunfo. Es quizá también un extranjero, que por desdén o ignorancia permanece ajeno a las convenciones sociales. Para complacerle, y tal vez porque simplemente le gusta, ella lleva el pañuelo a todas partes. ¿Había ido él al teatro con su mujer o tuvo que quedarse aquella noche en su gabinete, ocupado en algún negocio lucrativo? ¿Sabe siquiera que el pañuelo se ha perdido? De ser así, ella no habría vacilado en dar al diario su nombre o el de su marido, para recuperarlo cuanto antes. No lo ha hecho, y eso demuestra su deseo de que él permanezca al margen. Sin embargo, la mujer ha tenido que aportar alguna pista, y la referencia a un pañuelo de seda encarnado es lo suficientemente amplia como para no comprometerla y lo bastante concreta como para contribuir al hallazgo. Pero, ¿por qué tanto miedo a confesar la pérdida casual de esa prenda? Quizá la historia es otra. Quizá el marido ha echado en falta el pañuelo, y la ha interrogado. Quizá ella le ha contado que se le cayó en la calle, al volver del teatro con una amiga. Pero el hombre más orgulloso es también el más celoso, y el marido no puede creer en un accidente tan simple. Ese pañuelo es una prenda de amor, y no puede perderse como un simple botón o una moneda. Quizá alguien -uno de esos presuntos amigos, llenos de envidia, que adoptan un tono grave y carraspean antes de darnos una mala noticia- le ha dicho que han visto a otro exhibiendo un pañuelo encarnado, como el de su mujer, y jactándose de que era un regalo de su amante. Quizá ese alguien ha aprovechado el bullicio que se forma a la salida del teatro para robar el pañuelo, y luego ha ido corriendo a provocar las dudas del marido celoso, para perderlos a todos. Ahí sí hay una historia llena de resonancias, un tema digno de una novela o de un drama, el pretexto para uno de esos crímenes pasionales que tanto se prodigan cada verano. Llamemos a la mujer Desdémona, y Otelo al marido. Ya sé que no son nombres valencianos. Busco en los números del Diario de Valencia posteriores al 11 de enero de 1803, pero en ninguno se habla de que una mujer haya muerto estrangulada en la calle de Serranos, ni se dice que el asesino pudiera ser Otelo, el moro de Valencia.
Vicente Muñoz Puelles es escritor.
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