Los sesenta no son lo que eran
De los Rolling sólo queda la buena música, que no es poco. La rebeldía de aquellos chicos malos sólo sigue presente en Keith Richards, al que se le observan unos restos gamberros y alcohólicos más propios de un forofo del Arsenal que de un epígono de mayo del 68. Los viejos chicos malos pasaron por Málaga patrocinados por una caja rural y por la Diputación, que preside un hombre del que se conocía más su devoción mariana que su afición al rock. Todo tiene su explicación: la búsqueda de votos hace posible milagros como estos. Bendita sea la democracia. En cuanto a la caja rural y su patrocinio de un fenómeno tan urbano como el rock, hay que recordar, quizá, que tampoco el campo es lo que era y ya no son raros los tractores que llevan radiocassette. El paso de los Rolling por Málaga es, sin duda, histórico: gracias a ellos se ha podido ver sin corbata al presidente de la Diputación, Luis Vázquez Alfarache, que, por su primoroso esculpido a navaja, más parece un rock-a-billy que un discípulo de Mick Jagger. Alfarache dice haberse emocionado al ver a los Rolling. Con ese sentido mistificador de la historia que es propio de muchos españoles -tanto de derechas como de izquierdas-, dijo nostálgico: "Fue como volver a los sesenta". No aclaró exactamente a qué cosecha de esa década española se refería, si fue la que condujo al destierro a los liberales del contubernio de Munich o la que llevó a la invalidez por torturas y luego a la tumba al comunista Julián Grimau. No hay razones para la nostalgia: sin duda, son mejores estos tiempos en los que los tractores llevan radiocassette y la pía derecha trae de gira a los viejos chicos malos. Y no sólo a chicos malos. Mientras medio país babea con el primer nieto del Rey y todos los medios de comunicación se ponen empalagosamente monárquicos, la Diputación malagueña sigue buscando palacio que pueda albergar en vacaciones a la Familia Real. Es lo que se llama una "vieja aspiración" de la Costa del Sol, que quiere poner cierto brillo a una imagen muy machacada por los petardos del papel couché, los contrabandistas de alto fuste y los tiranuelos de Oriente Próximo que se han convertido en sus visitantes más notables. La Costa del Sol siempre ha envidiado el relumbrón de las Baleares: ese ir y venir de yates de aristócratas y banqueros, esa elegancia un punto patosa que tienen los que llevan lustrosos apellidos o gozan de añejas fortunas. No es que en la Costa del Sol no haya yates, que los hay -y mucho más grandes que en las Baleares-, pero en las revistas aparecen casi siempre tapados por celebridades televisivas con pareo y celulitis, cuando -y eso es aún peor- no salen en las páginas de sucesos relacionados con el narcotráfico. Mientras, la Costa sigue sin famosos y no hay más emociones que las que provocan sus residentes habituales. Vas con el niño a comprar un rastrillo para pescar coquinas al departamento de deportes de El Corte Inglés de Marbella y compartes mostrador con un tipo con pinta de secuestrador que se interesa por una cartuchera de revólver y allí la prueba una y otra vez valiéndose de una imaginaria arma cuyo cañón compone con el dedo índice derecho. Cosas así sólo pueden verse en Marbella y compiten como atracción turística con Rappel, Terelu, Cela y Leticia Sabater. A falta de otra cosa, me preparo para la avalancha de celebridades y reuno documentación sobre seres que hasta ahora me eran desconocidos. La mayor parte de las noticias que hablan de estos personajes tienen que ver con composturas de aparente finalidad estética. Así se entera uno de que el novio de una chica que fue miss se ha operado las orejas o de que una actriz a la que admira se ha recompuesto los pechos. Son saberes que sólo tienen utilidad cuando el termómetro amenaza con ablandarnos las meninges. Lo peor, sin embargo, está aún por llegar.
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