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¿Arde el mar?

Desde estas crestas de Sierra Tejada, el mar, dos mil y pico metros abajo, es una mancha verdiazulina, sobrecogida como el deseo. Cruzan frente a mí los paquidermos de acero que transportan el petróleo dejando un surco de calamidades en el que picotearán los peces que, más tarde, me dispongo a merendarme atravesados sobre un rescoldo de brasas por una cañita, cruzan pesqueros cargados de atunes que fueron felices bajo las aguas y que concluirán su dicha durmiendo el sueño de las latas en una estantería del supermercado, cruzan, ya en la noche, pateras de hombres con la piel más oscura que esta mía que ahora se cuece bajo el sol que asola las crestas de Sierra Tejada. Aquí, cazando lagartos a cantazos, pudo Mahoma concebir algunas suras del Corán, aquí otro hijo de Dios fumó marihuana hasta sentirse tentado por un diablo hermoso que le regalaba panes y ríos de miel. Aquel hombre fue crucificado por no continuar fumando marihuana, y sus seguidores aún comen de su carne y beben de su sangre, como yo mismo comeré, cuando descienda de estas crestas, la carne de los peces y el vino de las uvas que desde aquí contemplo desengañado. ¿Por qué no pudo ser aquí, en estas crestas, donde los hombres concibieron las leyes que los dioses urdieron para enmarranar esta vida de bichos que nos hace hombres? Me aburro encaramado en estas crestas, quizás porque no necesito cazar lagartos a cantazos y porque sólo fumo unos cigarrillos muy bajos en nicotina y alquitrán. Me aburro porque en estas crestas he buscado a los profetas y sólo encontré un ventero dispuesto a tentarme con el demonio de un par de huevos fritos con chorizo y papas. Me aburro y miro al mar de ahí abajo calculando la playa de las sardinas que esta noche cenaré ensartadas en espetos. He tenido que ascender mucho, casi he tenido que tocar las nubes puras del cielo, para por fin saberlo: los dioses y los hombres trepamos a los peñascos porque en el camino hasta la cumbre nos espera la única felicidad: los huevos con papa y chorizo; y porque abajo las sardinas en espeto son el único más allá, ese cielo del que mi padre, cuando fui niño, me hablaba por las noches junto a la chimenea de mi casa de Pedregalejo, y en cuyo nombre tanto me crucificaron, también a mí, los curas del colegio. El mar, desde estas crestas, es una bañera para alemanes jubilados que tuestan sus solomillos bajo el sol de las playas de Torrox, y, justo al pie de estos peñascos, un concejal del Ayuntamiento de Vélez-Málaga estará ya dispuesto, en nombre de su Dios y de su democracia, para plantar un botellazo sobre la cabeza de todo aquel que contradiga su verdad en el pleno municipal. El hombre, y quizás los concejales, es un bicho para el hombre, pero esta sierra me hace Dios por unas horas y, encaramado en el pico más alto, ahormo el cantazo que para los dioses y los hombres tengo preparado. Arde el mar escribió un poeta moderno ignorante de que el fuego del infierno y la niebla de los cielos son una venta con huevos, chorizo y papas en el camino que sube hasta los picos de Sierra Tejada. Y unas sardinas en espeto cuando cae la noche y la fiera del hombre es ya un bicho que duerme hasta mañana.

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