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La ciudad centrípeta

El verano donostiarra se abrirá durante estos meses con todo su multitudinario esplendor. Fatiga la alusión al marco incomparable, la inevitabilidad fotográfica de una ciudad atada al mar y dibujada con un raro y talentoso tiralíneas. Imagino que el donostiarra está un poco harto de esa admiración naïf que despierta su ciudad. Pero qué se puede hacer: es uno de los inconvenientes de haber caído sobre una de las ciudades más hermosas de la tierra. San Sebastián volverá con ese glamour que ni siquiera los peores años del sempiterno conflicto vasco consiguieron desterrar. Siempre ha habido algo en el verano donostiarra que lo hace distinguido y singular. Para los que asistimos desde lejos, es algo parecido a la envidia: jazz, carreras de caballos, cine, y una bahía dispuesta a la serena cotidianidad de los vecinos y al empalago absorto de los transeúntes estivales. Nunca ha perdido la ciudad su impronta. Quizás los veraneos en el norte ya no sean lo mismo, pero al menos se han librado de esa espeluznante estética que hizo suyo el boom turístico del tardofranquismo y cuyos efectos aún se perpetúan: una costa mediterránea torturada por el hormigón y por los aluviones de turistas. San Sebastián siempre estuvo a salvo de la estupidez masiva del turismo contemporáneo. Nada importa que uno vaya a la playa de la Concha, entresacado de la Guipúzcoa más profunda, provisto de una tartera con tortilla y rodeado de su ruidosa tribu familiar: el marco incomparable incluso redime de todo eso. Uno siempre tiene algo de príncipe destronado paseando por Donostia, aunque el resto del año trabaje en una oscura oficina y viva pendiente de una nómina. Pero, frente a la serena inmutabilidad de un San Sebastián bendecido por la fortuna, el verano guarda una novedad interesante. La novedad es un Bilbao distinto. Perdidas todas las batallas de la estética, al Botxo le han entrado ganas de apostar por lo que siempre fue suyo: la marejada urbana, el amasijo de brotes industriales. Como Bilbao no puede competir en cuanto a estética, y como resulta tan difícil su venta a las masas reptiles que gustan de la playa, alguien (o quizás todos un poco) han resuelto obrar con cordura. El verano de Bilbao debía ser la tórrida estación de las ciudades asfaltadas, de las metrópolis atestadas de población flotante. Al margen de la posición tan singular de Donostia, las ciudades en verano se dividen en dos grandes categorías. Por un lado están las ciudades centrífugas, esas ciudades de las que todo el mundo literalmente se escabulle, ciudades transformadas de pronto en geriátricos, en penitenciarías, donde los que quedan cumplen alguna suerte de condena laboral, o purgan culpas secretas, o convalecen de terribles enfermedades, incluídas las del alma. Por otro lado, están las ciudades inevitables: hermosas o terribles, forman parte del mercado contemporáneo de las metrópolis. No se las puede ignorar, y la gente acude a ellas para ver museos o apreciar el ambiente de sus calles. Bilbao quiere entrar en ese concierto de ciudades centrípetas, y el verano será su prueba del algodón. Habrá que ver si resisten las terrazas, si la sombra de Puppy sigue cobijando a las manadas de guiris. Habrá que ver si hay suerte y uno sigue cenando a lo largo de las próximas semanas rodeado de noruegos, polacos o canadienses. El verano puede ser la consagración de Bilbao como un Nueva York de tercera, donde el arte contemporáneo y la delincuencia, la gastronomía y las manifestaciones de HB, configuren una especie de atípica atracción para las almas inquietas, esa fascinación extraña que inspiran las urbes desordenadas, y conflictivas, las urbes que gestan naturalmente, sin premeditación, el folclore de la modernidad. Con esa esperanza, abriendo unos brazos industriales, la ciudad aguarda el desafío de las próximas semanas.

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