Un paréntesis
Este fin de semana pasado, a más de uno se nos ha debido de derrumbar el verano encima. Acostumbrados como estamos a manifestarnos todos al mismo tiempo, sin un alma caritativa que escuche, el calor, el silencio y la tranquilidad son los primeros síntomas de ese desasosiego indefinido que nos sobrecoge el ánimo los domingos de julio y se intensifica hasta principios de agosto. Todo un espacio, una habitación y una casa vacía; ausencia de llamadas, de citas, de personas, de entusiasmo y tensiones. Días que transcurren largos y lentos, huecos, sin vida porque nada ocurre. El calor y las vacaciones frenan los monólogos, la actividad, la eficacia, el control y también la angustia de ese progreso que nos arrastra, a más velocidad de la que podemos asumir, hacia no se sabe porqué ni dónde. Y eso se agradece. A pesar de la desazón que nos produce la inacción, se agradece un paréntesis de reposo, porque bien está saber que estamos invadidos por neutrinos de sabor variable -tal como nuestras verdades y nuestras mentiras-, pero miedo da, en cambio, pensar para qué nos van a servir las clonaciones. Y la viagra: ya ha servido de justificación para una violación y ahora amenazan con investigar sus efectos sobre la mujer. ¿Será posible que no nos dejen nuestros gustos y costumbres amatorias en paz? Me pregunto quién ha pedido ese gasto y ese esfuerzo; no creo que sea con vistas a solucionar los problemas del Tercer Mundo, y eso sí que es urgente. La verdad es que ya nos quedan pocos días de preocupaciones. Pronto entraremos en una nirvana tal que podemos despistarnos hasta el punto de salir una mañana temprano de compras, con la fresquita, sin acordarnos que es domingo. Nada más entrar en agosto vamos siendo conscientes de que pensamos, comemos, dormimos y respiramos exactamente igual que siempre y, poco a poco, aprendemos a valorar las horas espaciosas, saboreadas una a una en pequeños placeres tan naturales como imposibles de apreciar en la absorbente actividad de otras estaciones del año. Tiempo para pensar, leer, tocar y contemplar, para llenarlo de nosotros mismos: nuestro cuerpo tumbado en el sofá bajo el aire acondicionado y frente a la poderosa espalda de John Wayne en Centauros del desierto, Mozart en nuestras tardes perezosas mientras en la calle se caen las moscas del calor. La mosca que entró en nuestra casa y que intentamos inútilmente atrapar porque nos incomoda la lectura. No es ninguna tontería, pues, tras vivirnos tan intensamente somos capaces de acoger con ilusión a nuestro peor enemigo e incluso soportarle sus relatos de las vacaciones. Necesitamos estar hartos de nosotros para que nos interesen los demás. Y tener poco que decir. La soledad y el silencio no nos invitan a hablar sino a escuchar; un estado ejemplar que dura lo que tarda en invadirnos la muchedumbre y el agobio de lo que se nos viene encima. Pero no hay porqué pensar en el futuro todavía: aun no ocurre nada y podemos permitirnos el lujo de esperar y disfrutar cuando nos lleguen las cosas normales y tontas de la vida.
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