De líderes y seguridades
La política democrática contemporánea se ha ido construyendo sobre un viejo dilema: la democracia requiere al mismo tiempo liderazgos efectivos y ciudadanía fuerte. Pero la propia evolución de la política representativa y su vinculación con los instrumentos mediáticos ha ido decantando esa ecuación hacia el lado de los liderazgos fuertes y la ciudadanía débil. De hecho, es habitual que muchos analistas vinculen las periódicas crisis de uno u otro sistema político con las crisis de liderazgo de este o aquel gran personaje. Y, al revés, se relacionan los ascensos de confianza de un país con la recuperación de liderazgos sólidos. Desde este punto de vista, podríamos decir que Cataluña está de suerte, ya que se apresta a asistir a una espectacular batalla electoral entre dos grandes y carismáticos políticos. Pero, desde otro punto de vista, podríamos argumentar que aquella sociedad que depende en exceso de tales personajes debilita su articulación social, reduce su capacidad de asumir las responsabilidades colectivas que le corresponden, y eso, en los tiempos que corren, no es precisamente algo a impulsar. Ya lo decían Emiliano Zapata: "Líderes fuertes crean pueblos débiles", o Bertold Brecht: "Algunos dicen "infeliz el pueblo que no tiene héroes", yo más bien diría "infeliz el pueblo que tiene necesidad de héroes".¿Hay espacio para un tipo de liderazgo democrático que genere capacidad de gobierno y, al mismo tiempo, compromiso cívico y capacidad o competencia ciudadana? ¿Puede crearse un liderazgo democrático que deje a la ciudadanía más activa y responsable cuando desaparece que cuando se inició? Los liderazgos más convencionales basan su éxito en la construcción de una sólida camada de fieles seguidores. Pero, si queremos que nuestras democracias no caigan en la cínica oligarquía elitista que describieron Pareto, Mosca o Schumpeter, necesitamos otro tipo de líderes, más invisibles, más evanescentes, menos triunfalistas.
Recientemente, Benjamin Barber describía tres tipos de liderazgo que, según él, podían ser compatibles con una democracia fuerte: liderazgo fundacional, liderazgo moral y liderazgo habilitador. Los líderes fundacionales pueden ser capaces de dirigir la creación del marco constitucional o de valores que permita una institucionalización política posterior, quedando a veces fuera del juego político posterior. El liderazgo moral puede tener, asimismo, esa característica suprapolítica que busque generar el celo moral, la autorresponsabilidad individual y colectiva, y que, al tener una inspiración democrática profunda, no pretenda actuar en nombre de los que quiere movilizar. El peligro de esos dos tipos de liderazgo es que, como hemos dicho, o bien tienden a no sumergirse en la actividad política ordinaria, con lo que la misma práctica política puede erosionar esos elementos fundacionales o morales originales, o bien se envuelven en esa práctica, con lo cual su mismo protagonismo les hace tremendamente peligrosos al favorecer su enquistamiento carismático y autorreferencial en el poder.
La cuestión, por tanto, sigue abierta: ¿podemos contar con liderazgos sólidos que no debiliten el compromiso cívico? Ese tercer tipo de liderazgo que propone Barber, el liderazgo habilitador, podría cumplir esa función de reforzar las capacidades de la gente, invirtiendo la tradicional situación, en la que el vigoroso líder actúa mientras los demás asisten pasivamente al proceso. La función de liderazgo consistiría en mantener en tensión el compromiso cívico y asegurar una igualdad de participación de los distintos sectores e individuos. Frente a la visión clásica del líder como cirujano, se defendería una función más terapéutica, menos de presidente, más de moderador. En esa visión, el éxito del líder no se basaría en el número de seguidores que lograría, sino en que su función acabara siendo superflua. No se trataría, por tanto, de buscar el remedio de nuestros males en la selección de los mejores líderes, sino en conseguir articular una ciudadanía más activa, más participativa, más capaz de asumir responsabilidades, menos dependiente, más autónoma.
Como decíamos, las próximas elecciones en Cataluña parecen enfrentar dos formas carismáticas de entender la política. Jordi Pujol se ha caracterizado por tratar de ejercer lo que hemos denominado liderazgo fundacional y liderazgo moral, y ésa ha sido su gran baza. Pero, a diferencia de otros casos históricos, se ha implicado tan directamente y de forma tan personalizada en la política que ha generado una relación con la ciudadanía y con su propio partido típica de líder-seguidor, y ha acabado viéndose como irreemplazable. Su formación política y su estructura administrativa sólo están pendientes de interpretar un gesto, una palabra, para poder adivinar qué piensa el gran timonel y actuar en consecuencia, tratando de agradarle. Pero pueden verse desautorizados inmediatamente y de forma que no deje dudas de quién manda si la interpretación no ha sido la correcta o simplemente si el líder ha cambiado de opinión. No hay portavoz parlamentario o secretario de partido de Convergència que no pueda dar ejemplos de ello. Ahora Pujol no cesa de repetir que quiere una ciudadanía más activa, más responsable, sin aparentemente darse cuenta de que es precisamente su forma de operar la que ha desarmado esa posibilidad hasta ahora. Y, como todo líder fuerte vende seguridad, amaga con que su desaparición lo pondría todo en cuestión.
Pasqual Maragall ha ejercido, asimismo, de líder también indiscutido en sus años de alcalde, de forma quizás más enigmática, más impredecible que el ahora su rival político. Pero los problemas que va a encontrar en su nueva aventura pueden encaminarle a otro tipo de liderazgo. Por un lado, es evidente que la estructura de liderazgos de los socialistas catalanes es mucho más plural, más fragmentaria que la de los convergentes. La misma forma de ejercer el poder en el Ayuntamiento de Barcelona, en una coalición menos basada en el carisma y más en el acuerdo político, ha tendido a reconocer ese pluralismo, poniendo en práctica procesos descentralizadores que han diversificado políticamente los diez territorios administrativos de la ciudad. Por otro lado, tras la liquidación de la Corporación Metropolitana, la forma de entender las relaciones con los demás ayuntamientos de la conurbación ha sido necesariamente también más plural. Todo ello, en claro contraste con la absoluta centralización política y unipersonal de la Generalitat, de CiU y de Convergència.
La aparente mayor vulnerabilidad de Maragall, la complicada relación con su partido y con las demás fuerzas y sensibilidades políticas que ha de vertebrar de alguna manera en su proyecto, más que ser vistas como debilidades, como problemas, podrían generar una opción de liderazgo, de proyecto de gobierno, que desmovilizara menos desde el punto de vista cívico que el mesianismo pujoliano. Su liderazgo, de explotar o gestionar adecuadamente esas aparentes flaquezas, puede convertirse en menos asfixiante, en más habilitador y, en definitiva, en menos traumático que el de quien ha protagonizado los últimos 18 años de vida política del país y que nos amenaza con seguir haciéndolo sine die.
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