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Imagen

Miquel Alberola

Detrás de cada guerra contemporánea existe una imagen fotográfica que empieza siendo el símbolo del acontecimiento y termina por ser incluso más importante que el propio suceso. Al final del proceso de destilación emocional en las galerías del cerebro todo se reduce al espanto de una niña corriendo por una carretera de Vietnam tras un bombardeo de napalm o a un miliciano con los brazos en cruz que acaba de recibir el impacto de una bala en el largo y cálido verano del 36. Lo demás, que sin embargo es lo sustancial, pierde definición o se borra casi por completo con los años. Entonces uno recompone las escenas y los escenarios de la batalla, incluso la propia guerra, a partir de esa instantánea que ha logrado imponerse a toda la trama y sustanciarse como un todo que a menudo roza con el arte. También en estos días hay una imagen que lucha entre otras por alcanzar este mismo rango en el tramo final de una guerra local que está forzando capitulaciones con soluciones a medida para problemas personales. A pesar de que existe abundante material gráfico, y de mucha calidad, sobre esta tormenta seca que estalló durante la transición sobre el origen de la lengua que hablan los valencianos, al final del conflicto sólo va a quedar una foto fija para las enciclopedias. En esa fotografía, junto a algunos rostros muy atormentados por el pulso que se libra en el interior de sus conciencias, destaca el semblante festivo del profesor Santiago Grisolía con un traje gris perla cuya chaqueta le cuelga hasta las rodillas, y con una corbata negra llena de genomas blancos metida en el pantalón. El presidente del Consell Valencià de Cultura pisa la historia con zapatos de gamuza blanca (lo que fija de manera inequívoca las dimensiones de esta guerra), como si estuviera apostado en una máquina tragaperras de palanca en Las Vegas, a punto de provocar una catarata de dólares y el regocijo en las camareras. A partir de esta imagen tan explícita la posteridad tendrá que recomponer un episodio muy espeso y dilucidar por qué tanta adrenalina cristalizó en esta estampa.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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