_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¡Viva la vaca!

DÍAS EXTRAÑOSMis habilidades como futurólogo son nulas. En el verano de 1980, tras el último Canet Rock, aquel en el que el organizador, mi amigo Pau Riba, perdió las llaves de las caravanas y dejó a los músicos a la intemperie, pronostiqué que los macrofestivales de varios días de paz, amor, barro y rock and roll estaban a punto de pasar a la historia. Físicamente destrozado, llegué a la conclusión de que la gente se hartaría de las incomodidades inherentes a la acampada y se dedicaría a asistir a los conciertos de uno en uno, como el que sale de noche para ir al teatro o al cine. Los macrofestivales campestres, pensaba yo, quedarían como una peculiaridad graciosa de los años sesenta que sobrevivió un par de décadas hasta que se impuso el sentido común. En agosto de 1994, mientras me arrastraba por los barrizales de Woodstock con Juan Cavestany, esquivando individuos con los calzoncillos asomando por encima de los pantalones y con piercing en las tetillas, comprobé que los superfestivales campestres gozaban de muy buena salud. Poco importaban la paliza física y la acumulación de diferentes estilos musicales, que convierten la permanencia en uno de esos acontecimientos en algo muy parecido a estar encerrado en un taxi con un conductor que lleva continuamente sintonizada la emisora de Justo Molinero: a la gente le pirraba pasar tres días en la naturaleza. Lo de Woodstock sólo fue un remake aislado, pero por todo el mundo florecían las convocatorias similares. A bote pronto, me vienen a la cabeza el festival de Glastonbury, en Inglaterra, y la anual celebración de ese Lollapalooza que se inventó Perry Farrell, el líder de Jane"s Addiction, primero, y Porno for Pyros, después. Y no hace falta irse muy lejos si uno busca emociones músico-rurales, pues aquí al lado tenemos ese festival de Escalarre que organiza Neo Sala. Los festivales al aire libre gozan de buena salud: en parte porque vivimos una época en la que el hippismo vuelve a estar de moda (ya no se hacen a su costa las bromas salvajes que eran de buen tono en los ochenta) y porque si tienes 20 años, vives con tus padres y no sabes dónde pegar un polvo con tu novia, la perspectiva de pasar tres días con ella se parece bastante a una aventura. ¿Y la música? ¿Qué pinta la música en todo esto? Pues me temo que no mucho. Y espero que no se enfade Neo Sala, pues el hombre ha reunido un cartel muy digno, pero sé por experiencia que al cabo de un día y medio de beber cerveza non stop, de dormir en el suelo y de oler los efluvios de los retretes portátiles hechos polvo (los retretes siempre explotan en estas circunstancias por muy buena fe que ponga la organización), las canciones de tus ídolos devienen un ruido de fondo que convierte el prado en una especie de ascensor al aire libre. O sea, que esto de los macrofestivales es, de hecho, una alternativa saludable al universo de los hooligans, y la música, como el fútbol, se convierte en una excusa para dar rienda suelta a los instintos reprimidos durante todo un año de estar encerrado en una oficina o en una universidad. O en la redacción de El Jueves: mi compadre Kim Aubert, el papá de Martínez, el facha, trisca en estos momentos, a sus cincuentaitantos años, por los verdes prados de Escalarre. Se ha buscado la excusa de plantar un chiringuito de la revista y hacer ver que la expedición tiene un objetivo comercial para ocultar que le apetece enormemente dormir bajo las estrellas, buscar un río para bañarse en pelotas y olvidarse durante tres días de que la sociedad nos obliga a llevar zapatos en público. ¿Un caso de senilidad prematura? ¡Ni hablar! En todo caso, una manera doméstica de escuchar la llamada de la selva. El otro día, mientras me explicaba lo de su excursión, estuve a punto de zumbarme y pedirle que me hiciera un sitio en su coche. Imagínense el chollo: tres días bebiendo como un cerdo, sin cambiarme de ropa, sin teléfonos que suenen, sin programas de televisión (aún me estoy recuperando de la aparición en Sorpresa, sorpresa de Ruiz- Mateos tocando el acordeón en el más puro estilo Idi Amin Dada), sin discusiones sobre la lengua catalana...

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_