Museos

Me sorprendió comprobar, cuando visité el Guggenheim, que algunas de sus obras habían sido encargadas a los diferentes artistas mostrándoles de antemano el lugar concreto que habían de ocupar. Son, pues, piezas de museo en el sentido literal del término, porque han brotado con esa vocación paralizante, canónica. Lo normal es que la obra de arte vuele, si no a contracorriente, al menos al margen de la estética establecida, hasta que el museo logra entenderla y la clava en su pared atravesándole el tórax con un alfiler, como a una mariposa. Hay un placer raro, entre polvoriento y casposo, en la ambición de nacer disecado. Pese a su apariencia de vanguardia, en fin, algunas de estas piezas han venido al mundo envueltas en gasas estériles: momificadas.O quizá es que el Guggenheim sea, más que un museo, un parque temático que reproduce su función. De ahí su costado fallero, refrendado por la propia actitud de muchos de sus visitantes, que parecen echar de menos un ninot de Arzalluz a la entrada de las instalaciones. Todo un símbolo de los tiempos que corren. Hoy la posteridad no es una conquista, sino un producto de consumo que se puede adquirir a tanto el kilo. Gracias a iniciativas como la de Bilbao, los artistas podrían alcanzar la fama póstuma antes de haber muerto, e incluso antes de haber pintado un cuadro.
Tenemos que reconocer que en esto, como en tantas otras cosas, Lady Di se adelantó a su tiempo. Habiendo fallecido de la nada más absoluta, ya tiene un parque temático propio que merecería estar en la misma ruta turística que el de Bilbao. Si uno fuera el gerente del Guggenheim, compraría el cadáver de la princesa muerta, pues, tratándose de una verdadera joya poshistórica, es lo único que le falta a ese museo para ser realmente moderno. Viva la taxidermia.
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