Infamia cancelada
Se ha archivado el caso Sogecable, hasta en sus mínimos resquicios e imputaciones. Me alegro de haberme anticipado a esta opinión; si se me permite la inmodestia de citarme a mí mismo, en un artículo publicado en EL PAÍS el 11 de marzo de 1997, a los pocos días de saltar el caso, mantenía el mismo criterio de que en los hechos de que se hablaba no había "caso penal". No es tan extraño que se archiven asuntos penales cuando, como en éste, no hay materia penal, a pesar de la diligencia del juez o de la acusación, que la busca y rebusca, y nadie suele enterarse, salvo los interesados. Para eso están los trámites y garantías de una instrucción penal. Pero este caso es singular por su inanidad, contexto y proyección pública; acusación muy jaleada, noticia destacada, publicada a veces en el contexto más negativo y denigrante para los imputados; incitaciones públicas a la persecución y castigo de tan viles sujetos se encuentran en hemerotecas, fonotecas y videotecas, y muchos las recordamos, bien a nuestro pesar. Eso que se llama "el juicio de los medios" se ha dado aquí como donde más; y luego el asunto ha quedado en nada; los medios juzgadores, a priori, han dado la noticia en clave de escándalo, y ya está.Pero sí quiero llamar la atención sobre la circunstancia de que los imputados eran empresarios y miembros de un consejo de administración, o profesionales de la vigilancia de la corrección de la contabilidad de las sociedades mercantiles; no sólo se trataba del consabido Polanco y el consabido Cebrián, sino de otros empresarios decentes, sin tacha previa alguna, y forzosamente habían de estar implicados; se trataba de un delito en el que, de existir, habría incidido el consejo de administración en pleno, pues éste es el que aprueba las cuentas, y los hechos estaban en las cuentas aprobadas. Aunque, con extraña simplificación, sólo Polanco, o casi, fue tachado, en el juicio de los medios, de malvado demiurgo, en un afán de desprestigio y hundimiento de dignidad y honor (honor, sí) que a él, principalmente, iba dirigido. Pero también otros sufrieron prohibiciones y llamadas al orden y el desasosiego de "medidas cautelares" y titulares sonrojantes (en total, 23 personas: 20 consejeros, un secretario, un director general, un auditor).
Los delitos imputados fueron, en esencia, apropiación indebida, falsedad y estafa; pero no a un tercero ajeno a la empresa, sino a los clientes de la misma. No cabe delito más antiprofesional para un empresario: estafa a sus clientes, de los que vive; es el delito más descalificador de unas personas, que si son acusadas de homicidio, o delito fiscal, o abuso de menores o traición a la patria, lo serán en algún caso de delitos más graves, pero que no van al meollo de su actividad empresarial, aquella que hace que la empresa sea tal, ese conjunto de relaciones entre empresario y clientes en el que juega no poco papel la mutua confianza y expectativa de una conducta decente.
La acusación no sólo quería decir que el señor Polanco y los demás eran unos delincuentes, lo que es compatible con ser un leal empresario, sino empresarios indeseables por fallar en la esencia misma de la actividad empresarial. Es, de confirmarse, para hundir al empresario y la empresa, sin más. Como si a mí, profesional de la enseñanza, me acusaran de enseñar conscientemente una falsa ciencia, como si en vez de enseñar me enriqueciera impartiendo ignorancia. Tal fue la importancia de la acusación, y tal es la del archivo; es cierto, además, que los famosos clientes nunca se sintieron estafados y entre ellos no germinó pánico ni rechazo; pero no fue por falta de ganas de la alborotada acusación.
Soy amigo del señor Polanco y de la mayoría de los otros veintidós; este periódico se edita por una empresa cuyo consejo de administración, al que pertenezco, está presidido por el señor Polanco, e integrado por algunos de los veintitrés de la historia; pero esa proximidad no me va a impedir proclamar esta decencia empresarial elemental; pues la proclamo y con un aval judicial. Porque al señor Polanco y los otros veintidós de la fama (infamia) se les debe un reconocimiento públicamente eficaz de esa decencia, de modo que el prejuicio de los medios quede rectificado o contrarrestado, cualquiera que sea la discrepancia que, en asuntos públicos, políticos o empresariales, se mantenga con el señor Polanco y todos y cada uno de los veintitrés. No sé por qué amistad y sociedad han de callar a la gente. Y no digo para los alegres prejuzgadores aquello de "nobleza obliga" por no meterme en terrenos que pudieran parecer vidriosos.
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