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La imaginación contra la rutinaROSA REGÀS

Hace seis años, tal día como el que escribo este artículo, es decir, a finales de junio, comenzó a llover en todo el litoral catalán y con especial terquedad en Barcelona. La ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos estaba prevista para el atardecer del día 25 de julio y los pronósticos de la NASA no podían ser más descorazonadores: iba a llover durante todo el día. Así lo habían decretado unos técnicos expertísimos, capaces de diagnosticar con una antelación de casi un año y con extremada precisión lo que la meteorología depara en una fecha determinada. Y su diagnóstico en este caso había sido contundente: "Di-lu-via-rá", dijeron, sin más. Cundió el pánico entre los barceloneses que habían puesto sus esperanzas en esa ceremonia, entre las autoridades y sobre todo entre los organizadores. Hasta tal punto que, cuando faltaban sólo ocho días para la inauguración y viendo que la lluvia no remitía, corrió el rumor de que se estaba diseñando una ceremonia alternativa para el caso cada vez más probable de que cayera un chaparrón. Seguía lloviendo, llovía al amanecer, durante la mañana, por la tarde y por la noche, con esa lluvia continua, densa, compacta a la que no se le ve el fin. Las palmeras recién plantadas de los cinturones se veían cada vez más ufanas, los jardines recién estrenados adquirían fuerza y brillo, las calles centelleaban con el chorro de limpieza que les caía del cielo y el césped de los campos de deporte no había conocido un momento mejor en toda su existencia. Y en el ánimo de los habitantes de la ciudad comenzó a brotar esa sensación de fiasco que se apodera de nosotros cuando lo tenemos todo a punto, preparado al milímetro tras tantos años de esperar la ocasión, cuando sabemos que es la hora, cuando tenemos conciencia de que hemos hecho todo lo posible y, sin embargo, nos damos cuenta de que poco se puede hacer para luchar contra los elementos. Y así fue como, en un último fulgor de esperanza, se exacerbaron los espíritus, y la ciudadanía, antes de rendirse a lo evidente, se refugió en la más pura irracionalidad, que le llevó a desear lo imposible: un milagro. Y hombres y mujeres se dirigieron en tropel hacia el convento de las clarisas de Pedralbes cargados con cestas de huevos. Sabido es que si se llevan huevos a las clarisas, ellas, en agradecimiento, se ponen a rezar para que el día esperado brille en el firmamento un sol radiante. Al convento acuden los novios en las primaveras lluviosas, los organizadores de espectáculos al aire libre, los responsables de las procesiones y cualquiera que desee buen tiempo para un día determinado y que por una razón o por otra está más que seguro de que la lluvia le aguará la fiesta. Y dicen que las clarisas recogieron tantas docenas de huevos que las pobres no daban abasto a comerlos, a hacer cremas catalanas, natillas, flanes y yemas, ni a a dárselos a los pobres como quiere la tradición, ya que por aquellos días andaban bastante escasos o los tenían escondidos por respeto al qué dirán de los extranjeros que vendrían en masa a Barcelona. Pues bien, todo parece indicar que venció finalmente el milagro frente a las expertas previsiones de la NASA porque el 25 de julio, tras una lluvia matinal escasa pero vivificante como para dar el último toque de charol a los árboles y las plantas, y rematar el trabajo de los barrenderos, un sol de fiesta sin restos de nube ni jirones de niebla y un cielo tan azul como sólo se ve en los atardeceres de la meseta convirtieron Barcelona en la más risueña, la más límpida y la más deliciosa de las ciudades, una Barcelona en la que ninguno de nosotros -excepto tal vez Pasqual Maragall, que tiene un talante soñador y premonitorio propicio a la realización de lo imposible- hubiera creído ni siquiera dejándose llevar por un rapto de enloquecido delirio optimista. El resultado, tanto para la ciudad, como para su alcalde, como para todos nosotros y para el mundo entero, es de sobras conocido y ni voy a dejarme llevar de la repetición, ni de la adulación, ni mucho menos del vano orgullo de pertenecer a ella. Pero sí quisiera hacer una reflexión sobre otras previsiones, en concreto las que especulan sobre lo que podría ocurrir en las próximas elecciones autonómicas. Porque, como entonces, todo parece estar listo: nunca se habían dado tan propicias circunstancias para el éxito; jamás se había detectado un tan demoledor cansancio de buena parte de la población ni habíamos contado con el entusiasmo contenido que tanto nos caracteriza por el hombre que podría dar el salto y hacernos conocer un país mejor, más a la medida de lo que necesitamos, de lo que de verdad somos; nunca como ahora los ciudadanos y ciudadanas de este pequeño país habían dejado a un lado el respeto o el miedo a las formas, e incluso a los conceptos, anquilosados por tantos años de inmovilismo. Y sin embargo, la NASA de turno se empeña en decirnos una vez más que lloverá. En vista de ciertos augurios, tal vez haya que rendirse de nuevo a lo irracional y olvidar las previsiones y las encuestas, que tan sensatas parecen, y llenar de huevos las celdas de las clarisas, las dominicas, las agustinas y hasta las escuelas de educación pública, en un esfuerzo y un alarde de voluntad y de inteligencia, como las que hicieron soñar entonces a Pasqual Maragall la Barcelona que conseguimos en 1992 -¿alguien recuerda cómo era en el 82?- y la Cataluña que podríamos conseguir a partir de 1999. Nos queda todavía un año, y en un año se pueden acumular para nuestros propósitos docenas y más docenas de huevos. Porque, si bien se mira, la verdad es que, aunque parezca lo contrario, no es lo irracional lo que hace el milagro, ni el absurdo, ni siquiera los rezos de las clarisas, las banderas y los himnos, sino el deseo. El profundo deseo que nace del análisis de los hechos, de la inteligencia y de la voluntad es el único que de verdad puede vencer la furia y la resistencia milenaria de los elementos, es decir, una vez más, la imaginación contra la rutina y la costumbre.

Rosa Regàs es escritora.

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