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Tierras míticas

¡Qué charcos decorativos, qué elegancia y qué líneas! ¡Qué diseño, qué butacas y colores! ¡Qué modernidad sin fronteras en una ciudad a cuyo nombre le quitó su acento la alcaldesa Rita Barberá! La capital de los valencianos tiene ya una catedral futurista para el siglo XXI: el Palacio de Congresos. Se levantó allá donde la ciudad perdía su nombre y se convertía en la desolación de las afueras, del descampado urbano sin urbanizar. Ahora se elevará el cemento en sus alrededores y se extenderá el asfalto en una gran avenida sin par, émula de la Diagonal de Barcelona o del Paseo de Castellana. Lo indicaban en la televisión autonómica durante la inauguración, al tiempo que mostraban el aspecto del futuro entorno del moderno Palacio de Congresos en imágenes generadas por ordenador. ¡Qué noble orgullo valenciano y qué digna autoestima podremos mostrar en adelante los ciudadanos del territorio autonómico, a cuya capital la alcaldesa Rita Barberá le quitó el acento y construyó un Palacio de Congresos! Sólo las lenguas ácidas y viperinas recuerdan los 5.000 millones del erario público que costó la obra. Una nimiedad, la nada si se considera la riqueza que generarán los miles de congresistas que nos visiten, que vivan entre nosotros cuatro o cinco días para discutir, polemizar y solucionar el estado de las aguas en los cauces fluviales ibéricos o la clonación del samaruc, que es una especie en vías de extinción. ¡Que grandeza, qué finura y qué imagen ofrecerá en adelante la capital de los valencianos con su Palacio de Congresos! Sólo las mentes torticeras y el retorcido pensamiento osarían criticar o poner en entredicho una obra que es la modernidad y el futuro rentable, sin duda alguna. Sin el aire acondicionado del flamante Palacio de Congresos, con el desasosiego que provoca el insoportable viento de Poniente estos primeros días de julio, contemplaba uno las imágenes y atendía a los discursos de la inauguración con que nos regaló la tarde la televisión autonómica. La cámaras enfocaban al todo Valencia en la política y en la sociedad. Destacaba, claro está, el donaire de Rita Barberá, la alcadesa que un día quitara el acento al nombre de la ciudad. Pero el donaire, el gracejo y la sonrisa ancha venden publicidad o compran votos, como la misma imagen junto a las altas magistraturas del Estado. No importa, que eso es ya costumbre. Y en los meses que restan hasta las elecciones comunales y autonómicas del próximo año, veremos las escenas repetidas una y otra vez hasta la saciedad. Nada, absolutamente nada que objetar a la propaganda electoralista a la que ya estamos acostumbrados. Al cabo no fueron ni Rita Barberá ni el presidente Zaplana ni Héctor Villalba los descubridores del invento de chupar cámara. Criticarlos no es más que poner de manifiesto la tendenciosidad, sectarismo y falta de objetividad con que nos adornamos. Y no teniendo nada que objetar, uno se quedó pensando, tras el evento, sobre el hecho de que siempre se disponga de dinero público para tierras míticas y ultramodernos palacios de congresos, mientras escasean las inversiones en muchísimas escuelas públicas valencianas donde se hacinan los jóvenes, que serán futuro el siglo XXI. Claro que, a lo peor, es una reflexión perversa, ante tanta monumental grandeza.

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