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Contra el modelo de juez instructor

Decía Montesquieu que los derechos políticos en relación con los ciudadanos dependen de la opinión que cada uno tiene de su seguridad y que ésta dependía, a su vez, principalmente de la situación de las leyes criminales. Tengo la impresión de que en España hoy, pese a que tenemos un sistema de derechos fundamentales y de garantías que se debe valorar como muy positivo, alguna dimensión de nuestras leyes procesales en el ámbito penal y sobre todo la práctica que se ha impuesto, y me temo que generalizado en muchos sumarios, nos hace recordar el temor de Montesquieu. Es penoso reconocer que los ciudadanos implicados en procesos penales no pueden tener una opinión muy favorable de su seguridad, pese a que en la Constitución y en las leyes las garantías procesales tienen un reconocimiento amplio y sumamente adecuado. Creo que ése es el tema que hay que tratar y no entrar en esa dialéctica de reproches, insultos y descalificaciones ante hechos concretos como el procesamiento y posterior suspensión del juez Gómez de Liaño en el ya inexistente caso Sogecable, o los recibidos por el juez Garzón por la forma inquisitiva en que ha instruido algunos sumarios. Se habla de esos casos porque los medios de comunicación centran en ellos los valores de atención, y porque en la sociedad mediática sólo existe, con carácter general, lo que es visible por esas vías. Pero me parece que es misión de los intelectuales y de los profesores, partiendo de los hechos incómodos, pasar de la anécdota, aunque sea impactante, a la categoría, y plantear los asuntos desde los conceptos generales. Así, con independencia de estos casos famosos, parece obvio que existen otros muchos que no salen a la luz, pero donde se están produciendo actuaciones de algunos jueces que generan inseguridad y que no son necesarias, ni siquiera debieran ser posibles en un sistema de garantías y libertades. Siempre he creído que el proceso Sogecable era un proceso imposible por falta total de objeto, y que la actuación judicial ha sido, al menos, imprudente, pero todos debemos saber que esas situaciones se están reproduciendo en otros casos y que algunos ya han pasado y se han olvidado, y otros están sucediendo en este momento, ante la impotencia de quienes los sufren, y la prepotencia de quienes los practican. ¿Qué ocurre para que estas situaciones sean posibles? ¿Cómo pueden fallar los mecanismos de garantía y cómo puede haber tantos procesos inquisitorios? Es verdad que muchas veces los medios de comunicación, con sus filias y sus fobias, alientan esta horrible práctica que produce tanta indefensión, y que incluso, cuando unas personas crucificadas en su honor y presentadas como delincuentes ven su asunto sobreseído, no se repara la ofensa. Todos recordarán los ríos de tinta que llenaron los periódicos cuando se acusó de irregularidades y de delitos varios al que fue presidente de Renfe, don Julián García Valverde, entonces ya ministro de Sanidad, por unos terrenos comprados en San Sebastián de los Reyes. E1 escándalo fue tan enorme que el señor García Valverde dimitió. Nunca fue procesado y hace algún tiempo el asunto se sobreseyó definitivamente y se proclamó su inocencia, pero, sin duda, los lectores lo ignorarán, porque ninguno de aquellos periódicos que entonces se cebaron en él ha tenido la decencia de informar de este hecho, ni tampoco en este caso se han producido filtraciones por las acusaciones o por otras personas.Sin embargo, nada de esto sería posible si la figura que la ley regula y los comportamientos reales de los jueces de instrucción no favoreciesen esas situaciones.

El problema es que el juez de instrucción es a la vez quien dirige la investigación y quien es el garante de los derechos que la ley reconoce a todos los inculpados, detenidos o procesados. No puede ser a la vez imparcial y buscar con ahínco pruebas para acusar a la misma persona que tiene que proteger en sus derechos, y no puede tampoco realizar esas actuaciones de averiguación y de persecución, y luego garantizar y asegurar que sus propios comportamientos son legales y ajustados a los derechos de los inculpados. Es un ejercicio clamoroso de autocontrol que se convierte en la mayoría de las veces en un ejercicio de autocomplacencia. Por razones psicológicas elementales, siempre va a justificarse y a inclinarse por medidas que avalen sus decisiones y el valor de sus pruebas. Habría que suponerle un nivel de santidad muy elevado para que actuase de otra forma, porque juzga, es decir, realiza funciones jurisdiccionales, aunque sean provisionales, y al mismo tiempo instruye e investiga. Sirve a dos señores al mismo tiempo, acumula pruebas para acusar y ordena medidas que suponen un juicio como el procesamiento o la inculpación, la prisión y la libertad, la fianza, etcétera. Esa posición dominante impide que el sumario se instruya en condiciones de igualdad y que se pueda hablar de imparcialidad en el juez, y también genera vicios, casi imposibles de evitar, aunque el instructor fuera un dechado de virtudes, de moderación y de inteligencia jurídica; rara avis aunque no imposible.

Un juez que tiene un interés acusatorio no puede ser el garante de los derechos de los acusados, inculpados o procesados, porque la propia norma dificulta esa simultaneidad contradictoria que afronta todos los principios de la lógica. Pero además ese modelo de juez instructor favorece prácticas viciosas que se han convertido en usos en el sumario contrarios a las garantías procesales, a la igualdad en la contradicción, y que derivan del interés del instructor por el buen fin de su investigación, aunque sea en detrimento de su imparcialidad, la otra cara del modelo, de imposible compatibilidad.

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El primero de los usos viciosos es el uso de las competencias que tiene el instructor como juzgador y garante de los derechos para incentivar la investigación y obtener avances y resultados en las confesiones de los inculpados con amenazas y coacciones relativas a su libertad personal o a su patrimonio, y con premios y beneficios en caso de ofrecer pruebas acusatorias contra él mismo y sobre todo contra otros inculpados. Esta práctica, además de sobredimensionar el valor de la confesión en el proceso penal y de favorecer las dimensiones indignas de la personalidad humana, utiliza la vulneración de garantías por el propio juez que las debía proteger, por un afán de eficacia, de promoción personal, de éxito inmediato e incluso de fanatismo partidista o de confirmación de los propios prejuicios. En todo caso, es un comportamiento detestable, pero demasiado frecuente para que lo podamos considerar como un hecho excepcional.

El segundo es favorecer una instrucción inconcreta, no centrada en delitos específicos, ni en acusaciones precisas, que desemboca en una especie de causa general en la que la persona acusada tiene que sufrir una investigación inquisitiva que abarca a todos los ámbitos de su vida personal y familiar. Se parte de una presunción de culpabilidad, y si la investigación inicial no prospe

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ra, se abren nuevos horizontes, porque algo se encontrará y porque es imposible que ese sujeto sea inocente. No importa que no aparezca nada, siempre hay nuevos campos que explorar y nuevas puertas que abrir. Tampoco importa el sufrimiento del acusado ni de su familia, que atraviesan un auténtico calvario. Todo vale ante la búsqueda de resultados en la investigación. El juez encargado de limitar los excesos y de proteger los derechos se puede convertir en el máximo responsable de la falta de límites y de las violaciones.

Por fin, la duración de los sumarios, aún, y quizás más en los procedimientos de urgencia, es otra práctica demasiado frecuente y que trae causa principal de este modelo de juez instructor que padecemos. Pretende siempre una exhaustividad y un resultado positivo, y así multiplica diligencias superfluas y tanteos por si la casualidad produce resultados. Parece que el predominio del Mr. Hyde que busca éxitos a toda costa prevalece demasiado sobre el Dr. Jekyll, garante de los derechos, y que la necesidad de una resolución rápida desaparece. Para algunos jueces un sobreseimiento o un abandono de la inculpación respecto de algunas personas es un fracaso que no pueden permitirse, y cuando se llega a ese extremo hemos vuelto al viejo Derecho penal y procesal de la monarquía absoluta y a la pérdida de la seguridad por parte de los ciudadanos.

Creo que ese modelo erróneo de juez instructor, imposible de mantener, y sus patologías, casi necesarias e inevitables, es el núcleo del mal que nos aqueja y que pone en trance nuestras libertades si somos denunciados, querellados o inculpados. La intervención nefasta de los medios de comunicación agudiza el problema, pero no es su origen. Los jueces estrella, los excesos glorificados y sacralizados, la promoción de vías de investigación politizadas, la creación de valores de interés, los procesos paralelos, el favorecimiento de filtraciones parciales, son elementos añadidos, pero no son la causa central. Por otra parte, la presencia de algunos partidos políticos como acusadores en procesos importantes es un error relevante que deberían reconocer y rectificar.

Es necesario cambiar el modelo de instrucción de los sumarios penales, que deberían dividirse entre la investigación a cargo de los fiscales y el enjuiciamiento provisional y el control de legalidad y la protección de las garantías procesales por el juez. Sigan los casos concretos sus cauces correctos, y mientras las cosas no cambien hay que reclamar moderación, sentido común y respeto a los derechos de los ciudadanos en el proceso penal, a aquellos jueces que pierden el norte, para que se comporten como lo hacen muchos de sus compañeros, que saben los límites y no se aprovechan de su posición privilegiada. Pero lo importante es que tomemos conciencia de que las cosas no pueden seguir así. Hay que promover una reforma legislativa de la fase de instrucción de los procesos penales, y no sólo lamentarse o alegrarse ante resultados inadmisibles. La experiencia dice que es torpe alegrarse, porque nadie está libre de sufrir también esas consecuencias. Es de nuevo la dialéctica amigo-enemigo, que debemos desterrar definitivamente de nuestras prácticas políticas.

Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho.

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