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Hablamos de asesinato

IMANOL ZUBERO En menos de un año han sido asesinados seis concejales. Calificar sus muertes de asesinatos políticos produce el efecto de desviar nuestra atención del asesinato a la política, del sustantivo al adjetivo, de lo sustancial a lo accidental. Bueno, podemos pensar, hay muertos por medio, es verdad, pero en realidad se trata de política. Si los asesinados hubiesen sido seis libreros, seis prostitutas, seis fruteros, seis profesoras, seis sacerdotes, seis torneros, hablaríamos de asesinatos en serie. Si hubiesen sido seis magrebíes hablaríamos de crímenes racistas. Si seis vecinos de un pequeño núcleo rural hablaríamos de la horrorosa acción de un desequilibrado. El asesinato es un acto incalificable. En el Génesis el relato de la caída queda oscurecido por el del crimen de Caín. Es tal la dimensión del primer fratricidio que empequeñece incluso la desobediencia a la prescripción divina de evitar los frutos de aquel árbol plantado en mitad del paraíso. Cuando Eva y Adán prueban la fruta del árbol prohibido lo hacen anhelando esa característica divina que es el conocimiento del bien y del mal. Cuando Caín asesina a Abel lo hace persiguiendo esa característica divina que es el poder sobre la vida y la muerte. Buscando la divinidad lo que alcanzamos fue la humanidad, con todo lo que tiene de dolor, fatiga, trabajo y muerte. La búsqueda de conocimiento nos hizo a todos mortales. El crimen de Caín, en cambio, no nos convirtió a todos en asesinos: el ansia de poder hizo aparecer en la historia asesinos y víctimas. Morir es señal de humanidad. Morir asesinado es señal de inhumanidad. Cada asesinato es un triunfo de los asesinos. Nada menos. Un éxito indudable. Tras cada asesinato, lo que queda a la vista es la víctima. El muerto carece de misterio. La persona asesinada se comunica con nosotros sin ninguna ambigüedad. Tal vez sea porque todos llevamos un muerto dentro. No podemos ver, en cambio, al asesino. ¿Qué ocurre con él? ¿qué hace? ¿descorcha una botella de buen vino? ¿se toma unos días de descanso reparador? ¿analiza los pormenores de la acción? ¿redacta un informe? ¿compra los periódicos al día siguiente para conocer el impacto mediático de su crimen? ¿hay en él pasión (entusiasmo, calor, celebración, implicación personal) o hay profesión (frialdad, distanciamiento)? En cualquier caso, cada asesinato es un triunfo del asesino. Nada menos. Nada más. Calificar el asesinato, adjetivarlo, es pretender convertirlo en otra cosa distinta de lo que es. Pero nada hay más palmario que un asesinato. Nada se parece más a un asesinato que otro asesinato; nada más distinto de cualquier otro hecho humano. Por más que se empeñen, no es un hecho político, es un hecho moral. Ese sorprendente cínico que fue Thomas De Quincey escribió que cuando un asesinato no se ha cometido aún tenemos la obligación de tratarlo moralmente, pero cuando ya se ha cometido, cuando es un hecho, ¿de qué sirve la virtud? La perpetración del crimen no lo convierte en otra cosa, no anula su dimensión moral; al contrario, la incrementa, hasta despojarlo de cualquier otra consideración. En una alocución pronunciada en 1948 Albert Camus animaba a sus oyentes a "afirmar contra las abstracciones de la historia lo que rebasa a toda historia: la carne, ya sea sufriente, o dichosa". Si la muerte se vuelve abstracta es que la vida también lo ha hecho. Pero la vida de cada uno sólo se vuelve abstracta a partir del momento en que se ve sometida a una ideología. "Desgraciadamente -continuaba Camus- estamos en la época de las ideologías, y de las ideologías totalitarias, es decir, lo bastante seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su mezquina verdad, como para creer que la salvación del mundo reside sólo en su propia dominación". Cincuenta años después, la carne sufriente continua rebelándose contra todas las abstracciones de la historia.

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