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La pobre sierra

Llega el verano y ahí, a la vuelta de la esquina, está aguardándonos nuestra bendita sierra, ésa que nos restituye en un periquete las hermosas vivencias de nuestra niñez agreste por las altas cumbres, por los verdes prados, por los dulces paisajes del Guadarrama. Ahora ya hay por doquier multitud de asfaltos, demasiados, proliferación de raquetas viarias, excesivas, urbanizaciones prepotentes que han ido apoderándose de la campiña, faraónicos proyectos archivados que esperamos no se exhumen jamás, y hay, por supuesto, millares de árboles inmolados, ríos envenenados, contaminación acústica en antiguos y entrañables pueblecitos que decidieron autoinmolarse en pro de la masificación y, ¡oh, yeah!, el progreso.Y la gente acude al campo, no para solazarse contemplándolo, y mucho menos pateándoselo, no para llenar los pulmones de oxígeno y los ojos de belleza, no para aspirar la fragancia de la jara y el cantueso o buscar los regatos que desde las cumbres descienden aún milagrosamente vírgenes y cristalinos, sino para fardar de chalecito o apartamento, jugar al más en el club social, obsequiar los domingos a parientes y amigos con paellas horrorosas, echar muchas siestas y no pocos regüeldos, seguir viendo la tele, no perder ripio de los avatares futbolísticos a lo largo del estío. O sea, descansar.

Claro que existe también, por fortuna, un porcentaje, aunque menguante, de familias cristianas que veranean como antaño. Acuden, o sea, a buscar la sombra de aquel árbol frondoso y solitario, dejando que el viento fresco acaricie sus rostros y sus almas, los niños buscan grillos o escarabajos o cuarzo cristalino, sus mayores les enseñan a hacerse bastoncillos bien chulos con ramas de fresno, se pegan grandes caminatas a la hora del crespúsculo para contemplar una puesta de sol, viven los gozos de la naturaleza, benditos sean.

Querida sierra madrileña, omnipresente en la memoria escrita de los Lorca, los Alberti, los Juan Ramón Jiménez, de casi todos ellos. La Residencia de Estudiantes, la sierra, malva, azul, perpetuo telón de fondo, musa de una irrepetible inspiración. Pero hoy, pobre mía, sobre el riego asfáltico de ciudades y pueblos serranos arraiga, brota y crece con frecuencia una especie nefasta: el alcalde arboricida. A su lado, nuestro Manzano es un cerezo rosa, un angelote de Rubens. Hace tres años, y aunque nadie lo recuerde ya, se desplomaron sobre el Guadarrama copiosas nieves tras un prolongadísimo periodo de sequía. Los troncos de los pinos, hueros de savia, se troncharon, y perdidos cientos de miles, incluso se habló de un millón. Cuando llegó la primavera, los regidores de algunos de los términos municipales más afectados, como Navacerrada o Canencia, talapodaron los árboles urbanos de sus pueblos con más saña que nunca. ¡No iban a ser ellos menos iconoclastas que la naturaleza!

No he ido por Canencia este año, no sé si quedan tocones dignos de concitar la atención de la motosierra municipal, pero sí he comprobado sobre el terreno los estragos acaecidos en Navacerrada, donde, dicen los lugareños, actuaron unos leñadores de Valsaín que "sabían mucho de eso". Igual, igualito que en la época de Antonio Leoz, rememorada por mí recientemente, hace un par de siglos. Nada se ha aprendido desde entonces: hoy existen máquinas letales para rubricar la ignorancia humana.

Claro que cualquier horror se queda chico ante la Madre de todas las talas: San Lorenzo de El Escorial, patrimonio de la humanidad, símbolo y recuerdo máximo del Imperio español, imborrable, luminoso y primigenio recuerdo para tantas y tantas generaciones de niños madrileños. Me escriben, solidarizándose con el artículo que dediqué el 19 de marzo, doña Gloria Ruiz Ramos y 131 firmas más. Comparten mi desolación por el arrasamiento arbóreo de la Lonja y me adjuntan documentación sobre sus protestas al Ayuntamiento, que sólo han merecido el silencio administrativo por respuesta. El dolor de los vecinos de su calle, Timoteo Padrós, cuando las hordas de talapodadores se abatieron sobre ella sin previo aviso destrozando plátanos, nogales y castaños de Indias perfectamente sanos y con más de 40 años de vida... La barbarie que no cesa.

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