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Realidad virtual

MANUEL TALENS De entrada, voy a ser políticamente incorrecto: Luna, la ópera de José María Cano que deslumbró al abolengo de Valencia el pasado 15 de junio, es una basura. De entrada, diré también que, como buen rojo, no creo en los títulos nobiliarios, y menos en el arte. Tan artista es para mí un buen rockero como un buen autor de sinfonías. Pero a partir de ahí empiezan las distinciones, porque si bien el placer estético puede ser alcanzado tanto con una copla popular como con un motete de Bach, entre una y otro se alza ese Himalaya casi infranqueable que se llama bagaje intelectual. Para crear una bonita cantilena basta con tener inspiración (el mundo del pop está lleno de exquisitos melodistas). Para crear una ópera hace falta algo más: dominio absoluto de la armonía, de la instrumentación, del contrapunto y de toda una serie de técnicas sutiles que únicamente se adquieren tras muchas horas de estudio en la sombra. Ésa, por desgracia, es la asignatura pendiente de José María Cano. El enorme éxito comercial que logró con el grupo Mecano y la maravillosa versión que Montserrat Caballé hizo de su canción Luna lo llevaron a imaginar que escribir una ópera estaba a su alcance, y no es así, pues olvidó (o ignoraba) que la soprano catalana mejora y embellece todo lo que canta, aunque sea el Porompompero. Cano ha sido víctima del entramado de falsedades mediáticas en que está metido. La fama, el dinero fácil, las portadas en revistas, la televisión, el griterío de los fans y las ventas millonarias, todo eso produce a la larga una cortina de humo que oculta las insuficiencias. Y para colmo ha caído entre las fauces de una horda de tiburones que lo están utilizando en provecho propio. Plácido Domingo, por ejemplo, uno de los mistificadores más astutos de este siglo, de voz hermosa y abaritonada, que desde los años setenta reina en el planeta de los tenores sin poseer el do de pecho: los entendidos lo llaman Placi Mingo a causa de dicha carencia (y por entendidos me refiero a quienes van al Liceo con las partituras en la mano, no al público que llena los estadios y aclama a los Tres Farsantes). En pleno declive de su instrumento vocal, Domingo transporta descaradamente a la baja las arias de su repertorio, se pasa a la ópera alemana -que no requiere heroicidades en la tesitura- y busca ovaciones fáciles con tonadillas como las de Cano, cuyos registros agudos apenas llegan al natural. Luna me pareció una pretenciosa bobadita carente de solidez, que aspira a ser ópera y se queda en revista musical. Monótona y vulgar, es un híbrido entre el flamenco y la españolada, con momentos que buscan en vano acercarse a Falla. Empeño inútil: el genio de Cádiz era un compositor brillante, un mago de la orquestación, y Cano sólo un músico de oído que no va más allá de acompañamientos light con violines al unísono. El Teatro Real, clarividente, le dio un muletazo a tiempo; el PP valenciano, con la chulería propia de la incultura, agarró al toro por las astas. He aquí el resultado. No nos engañemos, el triunfo de Luna fue un acto social que nada tiene que ver con el arte. La derecha encopetada -Zaplana, Barberá, Ciscar, Camps, López Amor y el séquito de siempre- financió el evento y acudió a lucirse a la pasarela del Palau. Si eso no es realidad virtual, ¿qué es?

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