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Una Unión con rostro

Nada es posible sin los hombres,nada es duradero sin

las instituciones. (Jean Monnet)

La política ha vuelto a ocupar la escena europea, tras la larga singladura de rigor económico de la convergencia, con la propuesta del Comité de Orientación de la Fundación Notre Europe, presidida por Jacques Delors.

Proposición que se ha encontrado ya con la luz roja del presidente del Gobierno español, quien, fiel a su estilo admonitorio, ha señalado la «inconveniencia de lanzar ese tipo de ideas», apoyando su negativa en la autoridad de los pares del Consejo Europeo con los que ha hablado. Pese a ello, Aznar ha montado con Kohl la operación de integrar a los diputados de Forza Italia en el grupo del PPE, para ir ganando posiciones de cara a la investidura del próximo presidente de la Comisión. El Consejo Europeo de Cardiff ha propuesto por su parte una Cumbre Extraordinaria para reflexionar sobre «los medios para aumentar la capacidad de acción y la eficacia de la Unión Europea así como aumentar la adhesión de los ciudadanos a Europa».

La intención no puede ser más loable, porque supone un reconocimiento palmario del desequilibrio entre una Unión Monetaria federal y una Unión Política híbrida entre lo federativo y lo gubernamental. El riesgo es quedarse en un lema como salvación. Bien está redescubrir la subsidiariedad; peligroso es considerarla una panacea. Apelar sistemáticamente a un principio consagrado en los Tratados, aunque relegado en su desarrollo a un protocolo por los mismos que la invocan, significa de hecho abogar por una renacionalización de las políticas comunitarias. Si de verdad se quiere acercar Europa a los ciudadanos, cuando se acaba de hacer el euro, hacen falta caras y ojos. Si no, la cabeza del líder europeo que distinguirán los ciudadanos será la leonada del presidente del Banco Central, Win Duisenberg.

Dado que las instituciones se van construyendo como las catedrales, poco a poco y con muchas manos, conviene situar la cuestión fundamental de la presidencia de la Comisión en su contexto. Es comprensible que el que esté en un momento en el poder se crea el dueño del mundo, pero justamente la ventaja de las instituciones es que los que las habitan pueden modificarlas y reestructurarlas, pero sus acciones deben insertarse en un respeto de las reglas y tienen un antes y un después.

Ante todo, la presidencia de la Comisión es un elemento clave del funcionamiento comunitario, porque preside un Ejecutivo que tiene el monopolio de iniciativa en las materias comunitarias, a la vez que es guardiana de los Tratados. Hasta el Tratado de la Unión Europea, el nombramiento del presidente era materia reservada del Consejo Europeo.

En las Conferencias Intergubernamentales de Maastricht, el Parlamento Europeo consiguió incluir su lista corta de objetivos a través de las Conferencias Institucionales Preparatorias. Eran los siguientes: la ciudadanía, la investidura de la Comisión, la codecisión legislativa y el reconocimiento de los partidos «a escala europea (que) constituyen un importante factor para la integración de la Unión», porque «contribuyen a la formación de la conciencia europea y a expresar la voluntad política de los ciudadanos de la Unión». Me tocó representar al Parlamento en mi calidad de presidente, y puedo dar fe que empleé toda la presión en el cónclave de Noordwijk, previo a la Cumbre, para convencer a ministros de Gobiernos democráticos y parlamentarios de que el mandato de la Comisión tenía que ser de cinco años y coincidir con el del Parlamento; en el caso del presidente, el Parlamento debía primero aprobar su designación, y una vez formado el Colegio de Comisarios, realizar un debate de investidura con voto final.

En esencia, el procedimiento fue recogido en el Tratado. En Maastricht se llegó también a un pacto no escrito, la conjura de que el sucesor habría de salir del propio Consejo. El problema surgió cuando éste se reunió en Corfú. Partía como favorito el holandés Lubbers; en la reunión se destapó como candidato franco-alemán el tenaz belga Dehaene, que fue vetado por Major, parece ser que debido a su visión federalista. En esa ocasión, el Consejo votó -no hubo consenso-, se reunió de nuevo después de disolverse, y acabó en fracaso, por el veto británico, en un ambiente de intriga que reunía sin duda todas las tradiciones políticas de la bella isla: griega, veneciana, francesa, inglesa y alemana, y enfrente de Lepanto.

Fue preciso convocar una cumbre extraordinaria para que surgiera Santer como candidato. En su presentación al Parlamento, tuvo que emplearse a fondo a pesar de su veteranía, y el resultado de la votación de aprobación fue ajustado, ganando por una diferencia de 22 votos, que fueron los de los socialistas españoles, que nos sentimos comprometidos por la decisión de nuestro presidente de Gobierno.

El Tratado de Amsterdam ha añadido un párrafo que establece que «la Comisión ejercerá sus funciones bajo la orientación política del presidente». Es decir, se ha aceptado reforzar el carácter presidencial de la institución.

Ahora nos encaminamos a la cita electoral de 1999. La primera cosa a hacer es evitar recaer en los errores del pasado, volviendo a dar el penoso espectáculo de la designación de Santer. Es más, conviene también mostrar que existe un proyecto común, porque la evolución actual va camino de convertir a la Unión en una hidra de cien cabezas, todas autónomas e independientes. La del Banco Central tiene pleno sentido en lo monetario, pero necesita de un contrapeso económico. ¿Qué decir del Señor-Señora PESC, ejecutivo de política exterior que ha recaído en el secretario del Consejo, cediendo el trabajo de tan ilustre funcionario a su adjunto? Además, se multiplican comités en donde deciden muy a menudo los funcionarios nacionales, sin el control del Parlamento Europeo ni de los nacionales. Es bueno que el mismo Consejo Europeo reconozca que tiene que reflexionar sobre

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el futuro político de la Unión. No sólo los jefes de Gobierno. Lo que necesitamos todos es un debate abierto con luz y taquígrafos tanto a nivel europeo como nacional para reforzar la dimensión política de la Unión, no para desmantelarla.

Para empezar, conviene buscar soluciones que sean visibles. La propuesta por Delors y sus amigos (varios de ellos ex miembros del Consejo) es bastante razonable, no requiere cambios en los Tratados y tiene la ventaja de que pone cara, ojos y voz al mensaje de cara a los ciudadanos. En esencia, consiste en que los partidos políticos harían campaña sobre la base de un programa común para la próxima legislatura (cosa que se hace ya), proponiendo un candidato a la presidencia de la Comisión (innovación).

La propuesta es clara y comprensible para el ciudadano de a pie, no tiene costes presupuestarios ni requiere modificar los Tratados. Sólo exige voluntad e imaginación. Por eso puede parecer inconveniente a algún miembro temporal del Consejo Europeo.

Enrique Barón Crespo es eurodiputado y ex presidente del PE.

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