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"Som catalans"MIQUEL CAMINAL

Hay cosas que, por más vueltas que se les dé, nunca se comprenden: ¿por qué el pujolismo es tan desagradecido con Tarradellas? Y, al contrario, ¿por qué los socialistas catalanes están tan agradecidos a Tarradellas? Vamos a dar una vuelta más para intentar entender. En 1977, Pujol perdió, Raventós ganó y Tarradellas volvió. Es decir, Tarradellas salvó a Pujol y relegó a Raventós. ¿A quién le sacó la espina y a quién se la clavó? La respuesta necesita un psicólogo en vez de un politicólogo. Los políticos, como el resto de los humanos, sueñan, y unos más que otros. El sueño de Pujol era el miedo de Raventós: protagonizar el solemne restablecimiento de la Generalitat. Pero vino Tarradellas con su ja sóc aquí, lo que representó una espina para Pujol y un alivio para Raventós. La imagen de los momentos más solemnes del catalanismo del siglo XX la poseen Macià y Tarradellas, y la más heroica, Companys. Pujol tuvo momentos de duda con el restablecimiento de la Generalitat, aunque ninguno con la misión que creía especialmente destinada a él por el catalanismo pratiano. Raventós jamás dudó sobre la legitimidad de la Generalitat republicana en el exilio, las dudas las tenía sobre su propio papel. En toda aquella historia también hubo un cuarto nombre con legítimos sueños de sucesión catalanista: Josep Benet, el senador más votado. Simbolizó la ruptura desde la amplia unidad de las fuerzas democráticas. El consenso de la reforma cambió el resultado electoral y dio la mano a los otros catalanes de procedencia franquista. Tarradellas los reunió a todos en el gobierno de unidad. Una reconciliación que a muchos nos pareció una renuncia bajo la presión de los que nunca toleran perder. Así fue y no tiene sentido darle más vueltas. Ya es hora de que el catalanismo simbolizado en el pal de paller pase a mejor vida y la política en Cataluña funcione como en todos los sistemas políticos normales: la posibilidad de la alternancia democrática frente a las legitimidades sucesorias del catalanismo. La mayor parte de este siglo XX se ha vivido dentro de un catalanismo resistencial contra dictaduras y negaciones de la identidad nacional catalana, lo que obligaba a la necesaria unidad democrática por encima de las distintas ideologías. Pero a los casi veinte años desde la aprobación del Estatuto de Autonomía, no es de recibo confundir la libre competencia entre partidos por el Gobierno de la Generalitat con el desarrollo y ampliación del autogobierno, que es cosa de todos y patrimonio de nadie. Hoy por hoy, la mayoría de los catalanes quieren más Estado para Cataluña, pero no desean la independencia. Hay tres formas de conseguir un mayor autogobierno que se corresponden con la tradición abierta por tres figuras históricas: Pi i Margall, Almirall y Prat de la Riba. Los cito porque hay algo de Pi i Margall en las ideas de Borrell; hay algo más de Almirall en las propuestas de Maragall, y un mucho de Prat en Pujol. Las ideas federalistas de Pi i Margall eran jacobinas, es decir, radicalmente democráticas y al mismo tiempo unitaristas. Su construcción ideal de la nación (española) organizada en un Estado federal atendía primordialmente a la igualdad entre los ciudadanos. El federalismo margalliano resolvía la unidad amparando la diversidad, pero no nacía de los particularismos. Las nacionalidades (1876) constituían un proyecto de construcción unitaria e igual de un federalismo territorial en una nación democrática, teniendo como modelo las realidades federales de Estados Unidos y Suiza. Almirall, que jamás quiso confundirse con los nacionalismos, propugnaba un federalismo positivo, nacido de la realidad plural de la nación española. Su reticencia a entrar en el lenguaje nacionalista tenía el contrapunto de comprobar, afirmar y defender la realidad de Cataluña como sociedad distinta. De ahí el sentido de su obra Lo catalanisme (1886), que partía del conocimiento de la singularidad catalana para incardinarla en el proyecto federalista español. Ser catalán y pensar en federal. Ésta era su identidad, abierta a los demás pueblos de España para caminar juntos hacia la modernidad y la democracia. Por esto veía con muy malos ojos las nacientes trifulcas nacionalistas y tuvo especial interés en dejar claro en 1902 que su catalanismo solidario en nada se parecía al que se había transformado en un arma de enfrentamiento y de separación. Es curioso que sea Prat de la Riba quien represente esta variante nacionalista del catalanismo, que tanto detestaba Almirall, cuando los sectores que pretendía convencer no tenían ningún interés en enemistarse con el mercado español. Era inimaginable un nacionalismo catalán de vuelo medio si tenía que promoverlo la burguesía catalana. Lo único que quería era mandar en Cataluña para influir en Madrid. El catalanismo no era un fin, sino un medio. Un instrumento al servicio de los intereses de los propietarios. He aquí la ingenuidad de Almirall: el catalanismo de soflama era tan ruidoso como engañoso. En la doctrina era nacionalista, pero adoptaba una estrategia regionalista y pactista en la práctica política. Éste era el estilo de Prat. Pujol hace más o menos lo mismo: "El siglo XX en la política está muy marcado por el nacionalismo catalán. He dicho antes que podía ponerse como fecha inicial de la acción del catalanismo político el año 1901. Este catalanismo político, o este nacionalismo catalán, se caracteriza por una afirmación catalana intensa, pero también, con muy pocas excepciones, por una fuerte proyección española" (30 de noviembre de 1981). Ésta es la doble constante de Pujol: afirmación catalana y proyección política en España. La cuestión es que todos los que somos catalanes no pensamos igual y, por lo tanto, nadie, incluido Pujol, está autorizado a utilizar el catalán con fines partidistas. Maragall y Borrell forman parte de la tradición ya centenaria de un catalanismo republicano, que no ha sido fácil reunir en un solo proyecto político por su pluralidad ideológica y, sobre todo, por su transversalidad social. Ahora tienen la oportunidad de reconciliar a Pi i Margall y a Almirall, oponiéndose y no confundiéndose con este nuevo-viejo catalanismo que representa el pujolismo. Porque tan erróneo es moverse dentro del campo establecido por el pujolismo haciendo propuestas sociovergentes, que derivan más en la sucesión que en la alternativa, como lanzarse a un primario antipujolismo de tintes babelianos que acaba beneficiando a quien pretende vencer. Existe un catalanismo de izquierdas con perfil e historia suficiente como para no tener que copiar, o bien actuar a la defensiva contra el adversario. Además, ¿cómo se ha podido olvidar tan fácilmente que Pujol gobierna una Generalitat conseguida esencialmente por el esfuerzo de las izquierdas catalanas y las victorias electorales de 1977 y 1979? Jordi Pujol ha conseguido la hegemonía del catalanismo creciendo por la derecha y, por lo tanto, moderándolo y desactivándolo. Mantiene el lenguaje nacionalista de su juventud, pero su acción de gobierno sólo ha sido nacionalista (y victimista) en las palabras. Los hechos dicen que ha mantenido una excelente relación de cooperación con los partidos dinásticos españoles y sólo ha administrado lo que ya se consiguió en 1979 con el Estatuto de Autonomía. Un nuevo impulso del autogobierno tiene que venir de una izquierda renovada que cree en sus propias posibilidades y que es capaz de poner la identidad del pensar por delante de la identidad del ser. Porque un país democrático y plural debe gobernarse basándose en las ideas y los programas. Y en ningún caso se puede continuar dando o negando éxitos electorales bajo el principio dominante: som catalans! Miquel Caminal es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Barcelona.

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