La vaguada del bello nombre
El rector justifica la necesidad de construir un edificio entre las facultades de Filosofía y Derecho para aulas y bibliotecas
"El que llega a Tecla poco ve de la ciudad, detrás de las cercas de tablas, los abrigos de arpillera, los andamios, las escalas de cuerda, los esqueletos de alambre. A la pregunta: ¿por qué la construcción de Tecla se hace tan larga?, los habitantes, sin dejar de levantar cubos, de bajar plomadas, responden: para que no empiece la destrucción. E interrogados sobre si temen que apenas quitados los andamios la ciudad empiece a resquebrajarse y hacerse pedazos, añaden con prisa, en voz baja: no sólo la ciudad". ¿Qué quiere decir Italo Calvino con esta alegoría inquietante? Francamente, no lo sé. Pero si la ciudad -civitas- es el escenario de la civilización y su requisito, supongo que estamos autorizados a sospechar que si la decadencia y la ruina acosan a Tecla, acechan, también, a su cultura. Ésa es la cuestión: no hay civilización sin ciudad y la ciudad nunca es algo logrado de una vez y para siempre, sino, como un organismo vivo, un afán continuo, un work in progress. Vivir en sociedad es construir la sociedad y sus dependencias. La Universidad es una dependencia de la sociedad y aún queda bien decir de ella que es "ayuntamiento de maestros y escolares". Queda bien, pero no es bastante, porque se olvida a veces que unos y otros necesitan ámbitos para su función. Aularios para las clases, bibliotecas para los libros, laboratorios para la investigación, gabinetes para el trabajo en soledad. Es bueno que haya también árboles y jardines que ventilen la atmósfera y campos para el deporte y fuentes para que se sosiegue el alma y se vuelva receptiva al hacer, al saber y al hacer saber. Es conveniente que el campus sea un locus amoenus.En la Ciudad Universitaria de Madrid tenemos de todo eso. Pero no a partes iguales. Tenemos, por ejemplo, más de un millón de metros cuadrados de espacios verdes con chopos y magnolias, castaños, tilos, plátanos y una docena de especies de coníferas y arbustos y parterres y césped. Y, claro, tenemos también más de cuarenta jardineros para mantener el esplendor de la hierba y la gloria de las flores. Y un Plan Verde, el primero que pone en marcha una universidad española, que prevé la eliminación de residuos tóxicos, biosanitarios o radiactivos que genera la investigación. Porque hemos asumido que las clases prácticas o la investigación no terminan cuando se publica el trabajo científico, se registra la patente o el bedel da la hora, sino que estas actividades sólo concluyen cuando se eliminan los residuos que generan. El plan contempla también la recuperación del entorno medioambiental de nuestros campus. Querían Las Siete Partidas de Alfonso X que los Estudios Generales se ubicaran en lugar "de aire saludable y abastecido de mantenimiento" y así lo quiso también Alfonso XIII, muñidor y demiurgo de nuestra Ciudad Universitaria, en cuyo proyecto incubado desde el año 1911 se incluía un jardín botánico que sólo ahora será realidad.
El recinto de la Ciudad Universitaria de Madrid es muy probablemente un caso único en el mundo por su concepción unitaria y su diseño específico, pues, además de reunir todas las disciplinas del conocimiento, integra otras actividades parauniversitarias que convierten al conjunto en un auténtico sistema anexo a la gran ciudad, pero independiente de ella. Pero la ciudad nos invade con su tráfico e impone soluciones de viario forzadas o desconsideradas con nuestra función docente. Estamos en simbiosis con la ciudad que nos acosa con su crecimiento. Además, los 12.000 alumnos que tenía la Universidad de Madrid en 1931 los tiene ahora una sola de nuestras facultades, y no es la mayor. Ha habido que construir más edificios, claro, porque no es razonable pedir a los alumnos y profesores que hagan como Platón en su Academia, que daba sus clases al raso, lo mismo que Pitágoras las impartía en la playa, pero ya se sabe que los griegos practicaban un conocimiento contemplativo y no creían en la necesidad de los experimentos; la ciencia de Atenas, por especulativa, no requería infraestructuras. Ellos eran partidarios del homo sapiens, nosotros del homo faber. Ellos querían conocer el objeto porque amaban al objeto, nosotros deseamos, además, tener poder sobre él.
Sigamos con la historia. En 1928 López Otero, director de la Escuela de Arquitectura, había proyectado una "Universidad-jardín" y dentro de ella una plaza de Humanidades escoltada por las facultades de Derecho y de Filosofía y un nonato edificio para biblioteca que cerraba el recinto. Ese edificio se hace ahora imprescindible para atender las necesidades de aulas y biblioteca para las facultades de Filología y Derecho. Los estudios de Filología se imparten ahora en tres edificios: uno lo comparten con Filosofía; otro, con Geografía e Historia, y el tercero, con la Escuela de Estadística. Para ser filólogo, pues, hay que estar en buena forma física, porque los tres edificios están separados por 400 metros y el desnivel, en uno de los tramos, supera el 20%. La docencia, pues, no sólo es peripatética, sino que hay despachos compartidos por hasta diez profesores, huecos de escalera convertidos en aulas improvisadas en los que los alumnos se hacinan. El saber sí ocupa lugar. Y los alumnos tienen derecho a una silla en el aula y a una mesa en la biblioteca. Derecho que vienen reclamando con perseverancia, pero también con santa paciencia.
Se han encontrado con la objeción militante de algunos colectivos y de algunas fuerzas políticas de Madrid. Pero el edificio, contra lo que se ha dicho y publicado, está incluido en la ampliación de edificabilidad aportada por el Plan General de Ordenación Urbana de 1997, que incorpora, a su vez, el Plan Especial de Remodelación Interior (PERI), aprobado por el pleno del Ayuntamiento en 1995. Es cierto que lo trasladamos unos doscientos metros sobre el emplazamiento aceptado por los señores concejales. Pero no porque sí. Sino por retomar el proyecto fundacional de López Otero y, por tanto, por acercar el aulario y la biblioteca a las dos facultades a las que sirve. Pero, sobre todo, por disminuir el impacto medioambiental. Al construir en la plaza de Humanidades, zona ya urbanizada, sólo habrá que quitar 48 árboles, mientras que de hacerlo en el emplazamiento previsto en el PERI habría que talar 250 coníferas de una zona de arbolado denso conocida como Vaguada del Arroyo de las Damas. Queremos salvar la vaguada del bello nombre y, además, indemnizar a nuestro patrimonio forestal por el inevitable descalabro de 48 pinos; a cambio, plantaremos 1.034 pinos, 48 cipreses, 30 plátanos, cinco cedros y 19 abetos, tal como se señala en la normativa municipal a este respecto.
Si, de hacer caso a Henry de Montherlant, la guerra de Troya no debió tener lugar, esta guerrilla acerca del edificio de Sáenz de Oiza, mucho menos. Bello, silencioso, integrado en el contexto y dialogante con sus edificios vecinos proyectados por Agustín Aguirre en 1931, no sólo es imprescindible, sino que mejora la civilización de la civitas universitaria. No hay agresión urbanística de ningún tipo. Y, entonces, ¿a qué viene tanto ruido, tanta alharaca y tanto despropósito?, ¿por qué una vez más tiene uno que argumentar lo evidente? Sin duda porque son malos tiempos, como confirmaría Scott Fitzgerald. Los que protestan, los que se rasgan las vestiduras, usurpan el lugar de la víctima. El motor, la reserva energética y la estructuración de la mentalidad de estos ruidosos colectivos sin causa se alimentan, efectivamente, de lo que Pascal Bruckner llama "victimización", que es "esa tendencia del ciudadano mimado del paraíso capitalista" a concebir la sociedad como un juego de suma cero en el que lo que otros ganan, lo pierden ellos. Se trata de un conjunto de impulsos localistas que tomando la bandera del ecologismo postulan la defensa de sus ventajas y privilegios. En Estados Unidos se conoce a estos insolidarios con el acrónimo de nimby -not in my backyard: "Construid donde queráis, pero no en mi patio trasero"-. Proponen como modelo no una utopía desconocida y lejana, sino el presente que debe congelarse a costa de desposeer a los necesitados. Bruckner, de nuevo: "La victimización es la versión fraudulenta del privilegio, (...) el derecho como protección de los débiles desaparece tras el derecho como promoción de los hábiles", de aquellos que disponen de medios para defender las causas más inverosímiles o para sabotear las más justas con el tácito argumento de "después de mí, el diluvio".
Aquí no hay más víctimas que los alumnos y profesores que cumplen su función en circunstancias de una menesterosidad extrema. Deberían tenerlo en cuenta, es su obligación, las fuerzas políticas que, a través de algunos de sus miembros, objetan ahora lo que aprobaron en 1995. La necesidad del nuevo edificio es un clamor y sería una irresponsabilidad no atenderlo. Necesitamos ocupar 6.000 metros cuadrados porque no tenemos otra alternativa. Entre dos bienes a proteger -la docencia de miles de alumnos y la vida de 48 pinos- estamos obligados a sacrificar uno porque no hay otra posibilidad por el conocido principio del tercio excluso: o una opción o la otra, tertium non datur. No hay arboricidio, ni tosquedad ecológica, sino la mera y nuda satisfacción de un derecho: el que les asiste a los juristas y humanistas de la Complutense para llegar a serlo. En la Tecla Universitaria, pues, trabajamos para que la ciudad no se desmorone y resquebraje, porque la ciudad no es sólo la ciudad. No es un fósil, una reliquia, ni un ornamento inútil para disfrute de espíritus puros, pero insolidarios. Es un requisito para la libertad (de estudiar, en este caso). Ya quedó dicho.
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