Hijos
El cardenal Ricard Maria Carles, arzobispo de Barcelona, es un hombre que ama la creación y desea ver este mundo rebosando de niños que lo disfruten. Es cierto que él, en algún momento de su vida y sin que nadie le obligara, decidió amputarse de la paternidad y desde entonces mantiene una existencia dedicada a la elegancia de su alma, al trato de los poderosos y al pastoreo de sus funcionarios. Angustiado, sin duda, por esta actividad genitivamente desecadora y por las docenas de posibles niños felices que podría haber traído al mundo, el cardenal es un hombre que soporta mal (en los demás) el control de natalidad. Ese toque culpable, de hombre que está matando en su mente la veintena de criaturas que, sin duda, Dios le habría dado, le inspira una visión desgarrada, sartriana, de la contracepción. Comparar el Congreso de los Diputados con los «cubos de desperdicios de ciertos quirófanos adonde van a parar los restos de los no nacidos» tiene un toque expresionista y goyesco que, si bien resulta poco catalán, es de un hispánico subido. Solana y Valle-Inclán se adivinan como fecundas influencias artísticas del prelado.Que un cardenal prefiera el arte a la verdad es algo que va con el cargo y con la púrpura, pero debiera monseñor visitar alguno de esos antros ilegales y carniceros que describe para dar mayor finura al tono arrebatado de su prosa. Acuda a uno de esos quirófanos clandestinos, criminales y guarros, que si alguno queda es tan sólo por escapar a la implacable persecución eclesiástica de mujeres desesperadas, vea él en persona los cubos de vísceras, los charcos de sangre y los fragmentos de placenta comidos por las ratas, y mejore su arte. Honre de ese modo la gloriosa estirpe de cardenales que hacen mohínes de repugnancia cuando coinciden con víctimas poco aseadas.
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