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La elección de magistrados del Tribunal Constitucional

El Tribunal Constitucional (TC) es el supremo intérprete de la Constitución, y tiene funciones tan importantes como el control de las leyes, la resolución de conflictos entre el Estado y las Comunidades Autónomas y la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos. El carácter tan delicado de estas tareas -que le pueden enfrentar con Gobiernos y mayorías parlamentarias- exige que el TC posea un gran prestigio, para que sus sentencias se impongan a Parlamentos, Gobiernos y jueces. La forma de elección de sus magistrados, que corresponde al Congreso y al Senado, por amplias mayorías, al Gobierno y al Consejo General del Poder Judicial, resulta pues fundamental.La renovación de los cuatro magistrados del TC que debe nombrar el Senado lleva cuatro meses de retraso. La prensa ha informado en los últimos días de que la demora proviene de la falta de acuerdo entre el presidente del Gobierno, señor Aznar, y el secretario general del principal partido de la oposición, señor Almunia, sobre la cuota que les corresponde respectivamente en los nombramientos. Parece que el señor Aznar quiere designar a tres magistrados, dejando uno al señor Almunia, mientras que éste pretende la designación de dos magistrados cada uno. Parece también, según dice la prensa, que podría alcanzarse un pacto para que el señor Aznar nombre 2,5 magistrados y el señor Almunia, 1,5.

Esta información asombra por diferentes razones. En primer lugar, porque el retraso podría haberse evitado comenzando a negociar unos meses antes, puesto que la fecha de la renovación era perfectamente conocida. En segundo lugar, por la partición salomónica de un magistrado, aunque sea una metáfora, políticamente significativa, porque significaría que sólo uno de los cuatro es objeto de consenso. Pero, sobre todo, la información sorprende por el procedimiento que se utiliza para el nombramiento de los futuros magistrados constitucionales: el sistema de cuotas y la negociación entre dos personas. La Constitución exige que los magistrados sean nombrados por una mayoría de 3/5 de los senadores, y el procedimiento previsto por Aznar y Almunia supone un doble déficit democrático respecto a la norma constitucional.

Primero, el nombramiento no lo realiza el conjunto del Senado, sino que cada grupo parlamentario grande nombra a «los suyos», con una importante pérdida de prestigio de los futuros magistrados, marcados por el origen partidista de su nombramiento. Segundo, el nombramiento ni siquiera es realizado por el grupo parlamentario, que se limita a ratificar los nombres negociados por su líder, de forma que la decisión última es adoptada por dos personas.

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El sistema de cuotas para el nombramiento de cargos institucionales no es nuevo. En Italia se practicó durante décadas (la famosa lottizzazione), como reparto de espacios políticos entre los principales partidos, y está en el origen del desprestigio de los partidos y de la crisis política del país. En España también se ha utilizado desde el principio de la democracia, con el argumento (quizás cierto al principio) de que convenía reforzar a los partidos políticos. Pero han pasado 20 años y los procedimientos no se han perfeccionado. Prácticamente todos los órganos colectivos del Estado y de las Comunidades Autónomas se cubren del mismo modo, mediante el reparto previo de cuotas entre los partidos, que después designan a las personas más próximas o más fieles, no siempre las más competentes. El sistema de cuotas supone un cierto fraude a la Constitución porque las cúpulas de los partidos asumen, sin ningún debate público sobre la calidad o idoneidad de los candidatos, los nombramientos que la Constitución atribuye al Congreso y al Senado.

La suplantación es, si cabe, mucho más grave en el caso de los magistrados constitucionales. La Constitución configura a los magistrados del TC como grandes juristas con adecuada sensibilidad política. Exige que sean juristas «de reconocida competencia» con un mínimo de 15 años de experiencia y les rodea de las mayores condiciones de independencia respecto a los demás poderes, estableciendo su incompatibilidad con cualquier otra actividad. Estas exigencias son perfectamente coherentes con las importantes funciones que la propia Constitución les encomienda y la necesidad de máximo prestigio para llevarlas a cabo. Por eso la Constitución exige una mayoría cualificada muy alta para su nombramiento por el Congreso y por el Senado: tres quintas partes de los miembros de la Cámara. Dicho de otra manera, la Constitución exige que los magistrados del TC reciban el máximo consenso de los diputados y senadores en cuanto a su «reconocida competencia» jurídica y sensibilidad política, e intenta evitar que sean elegidos en virtud de criterios partidistas. Todos estos objetivos se van al garete con el sistema de cuotas.

Alguien dirá que así sucede en todos los países, porque los partidos políticos controlan las designaciones parlamentarias, pero esto no es exacto. En Estados Unidos, el nombramiento de los magistrados equivalentes corresponde al presidente de la Federación, porque es un sistema presidencialista, pero su propuesta debe pasar el control del Senado, que realiza un examen exhaustivo de la capacidad y la orientación constitucional del candidato. Por casualidad, yo estaba en EE UU la última vez que un Comité del Senado rechazó al candidato del presidente Reagan, el ultraconservador Borj, y pude ver por televisión el rigor del control de los senadores. En Alemania, el nombramiento de los magistrados constitucionales se realiza por el Parlamento, como entre nosotros, pero existe una lista de candidatos más amplia que el número de puestos a cubrir, aunque también allí se producen las críticas a los partidos, y el Grupo Parlamentario de los Verdes ha propuesto la introducción de un sistema de control semejante al americano.

La democracia actual implica, sin duda, el protagonismo parlamentario de los partidos, pero sin secuestrar el debate parlamentario sobre la calidad de los candidatos ni sustituir las amplias mayorías parlamentarias por el acuerdo negociado en secreto por dos personas, por muy líderes que sean. Por otra parte, un procedimiento que respetara estos principios sería fácil de introducir (debate previo en comisión, voto secreto de los senadores), y bastaría una decisión del presidente de la Cámara sobre el sistema concreto de la elección previo a la votación del pleno. Claro que seguramente necesitaría el acuerdo de los partidos.

Eliseo Aja es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.

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