EL PERSONAJE La mala fama de Pedro Román
Es sabido que la política obra prodigios. A este hombre no le iban muy bien las cosas cuando hace ocho años el hoy alcalde de Marbella le propuso ir como número dos en su lista electoral. Pedro Román se dedicaba por entonces a eso que de un modo tan genérico que casi roza el eufemismo se llaman los negocios. Como casi todos los que llegan a la costa malagueña en busca de fortuna, había probado suerte con la construcción. Cuando se embarca en la aventura política, Román tenía 47 años. Por entonces, la crisis económica británica estaba llevando a la ruina a muchos constructores de la Costa del Sol, que tenían como clientes mayoritarios, y casi exclusivos, a los turistas y jubilados del Reino Unido. La leyenda que acompaña a Román dice que no tenía ni para pagar el colegio de sus hijos y que estaba a punto de pedir el reingreso en el escalafón de secretarios municipales, del que era excedente, y dejar Marbella por el pueblo de mala muerte en el que encontrara vacante. Las cosas han cambiado mucho. Hoy, después de siete años como primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Marbella, Pedro Román posee al menos la urbanización Sierra Blanca, la más cara del municipio, valorada, según cálculos tímidos, en unos 4.000 millones de pesetas y sus hijos estudian en universidades estadounidenses. Paralelamente, Román disfruta de una mala fama que le atribuye la posesión de la mayor parte de los negocios de la ciudad. Con Pedro Román sucede como con aquel ministro de Franco que se llamaba José Antonio Girón, que, por cierto, también terminó redondeando su fortuna gracias a la especulación urbanística. En la España del estraperlo casi no había actividad lucrativa que las malas lenguas no relacionaran con aquel ultra al que en su vejez se conoció por el león de Fuengirola. En la Marbella de la desbocada especulación urbanística, ocurre otro tanto con Pedro Román: a la que se planta una grúa y aparece un cartel anunciando la construcción de cualquier cosa -da igual que sea un edificio de apartamentos, que una gasolinera, un lujoso restaurante o un supermercado- aparece el rumor de que se trata de un negocio suyo. Hay que considerar, en favor de los divulgadores de rumores, que este hombre no ha sido muy transparente con su fortuna: sólo recientemente ha admitido que es suya la urbanización Sierra Blanca, cuya titularidad radicaba en sociedades que tenían por residencia paraísos fiscales y cuyo apoderado era su chófer. De algún modo, Pedro Román sufre ese desprestigio que acompaña a los números dos de la política, que, jugando al eterno juego del policía bueno y el policía malo, suelen cargar con las dudosas reputaciones de conspirador, de todopoderoso Rasputín, que incomodarían a sus jefes. Malas famas que, sirvan sólo de ejemplo y salvando las distancias, perseguían en su momento a Alfonso Guerra y hoy persiguen a Francisco Álvarez Cascos o a Gaspar Zarrías. Pero Román tiene a su favor un hecho: su jefe, su número uno, es aún menos presentable que él. A Román se le ha llamado la sonrisa del gilismo. No es que resulte muy simpático que digamos, pero estas cosas son siempre relativas. Hay gente que dice de él que es un hombre elegante y seductor, pero se hace trabajoso encajar en algún canon de elegancia a este hombre de cardado imposible, que sigue usando trajes marrones y que cuando se viste de fiesta lo hace con los mismos criterios estéticos que un próspero tratante de ganado. Pero, efectivamente, Román puede parecer elegante si se le compara con el alcalde de Marbella que es capaz de recibir visitas oficiales o acudir a los más lujosos restaurantes de Marbella vistiendo un chándal similar -aunque más caro y chillón- a los que se suelen ver en los pasillos de los hospitales del SAS, en las excursiones familiares de los sábados a los hipermercados o en los patios de las cárceles. También comparado con el alcalde, Pedro Román resulta un hombre elocuente, aunque sea incapaz de innovaciones lingüísticas como aquel ostentóreo que dio fama a Jesús Gil. También al lado de éste parece todo un liberal, experto en encajar golpes. No le queda más remedio: el alcalde hace varios años ya que no va a los plenos para no sufrir la apasionada dialéctica de la portavoz socialista, la muy perseverante Isabel García Marcos. Al ser lo más presentable del gilismo, Román se puede permitir una activa vida social en unos ambientes de Marbella en los que sus maneras no desentonan nada. No hay fiesta petarda a la que no asista, acompañado habitualmente por su esposa, Gigi, o su hija, Maripi, que poseen dos apelativos familiares que son todo un manifiesto estético. Es mucho lo que han cambiado la vida y las cuentas corrientes de este hombre que gusta de la pompa municipal y se hace acompañar frecuentemente de una escolta motorizada. Es un hombre agradecido y repite con frecuencia que por Jesús Gil sería capaz de matar. Es improbable que tenga que llegar a tanto. De momento, por el alcalde sólo tiene que acudir a los plenos y firmar papeles, lo que le ha hecho iniciar recientemente lo que puede ser un largo viacrucis judicial.
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