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Los hombres, las mujeres, el fútbol

A partir de hoy, y durante un mes seguido, se transmitirán hasta 100 horas de fútbol. Más de tres horas diarias, trufadas con el argumento del balompié más alto e intensivo a que pueda aspirar la humanidad hasta nuestros días. Ningún otro acontecimiento televisado, incluidos los efluvios de Lady Di, las alegrías del fin de una guerra, la llegada del hombre a la Luna, los viajes del Papa o el lanzamiento de una fórmula contra el fin del mundo han despertado tanto interés en la historia de la televisión. Se calcula que cuando el Mundial de fútbol concluya, se habrán ocupado 37.000 millones de asientos, dentro y fuera del campo, en las gradas, en los bares o en el cuarto de estar. Unos dos millones y medio asistirán a los partidos en los estadios, pero el resto saltarán, gritarán o pelearán por las cafeterías, los clubes, las parroquias, los muebles del hogar.Un Mundial de fútbol es un acontecimiento planetario, pero es, sobre todo, el efecto de ese suceso planetario plasmado en un rincón doméstico. Millones de mujeres en todo el mundo se sienten hoy acorraladas por la ofensiva que desde los estadios dispararán decenas de cámaras, miles de líneas telefónicas y millones de kilómetros de fibras ópticas. Todo ello, convertido en estampas y estampas de jugadas en torno a un balón, sobre el mismo césped mentolado, ante el mismo árbitro de rosa o de amarillo, de plata o de azul cobalto. Una y otra vez, la pelota de aquí para allá; una y otra vez, el sonsonete del locutor punteando nombres; una y otra vez, los ayes y uyes de los peligros inminentes o los fallos por un palmo.

Las mujeres, en general, esperan el Mundial como el advenimiento de una terrible enfermedad que descargará sus toneladas de pasión masculina sobre los sofás, las barras, los taxis, los supermercados, las esquinas y generará una atmósfera agobiante de la que será difícil escapar. Algunas chicas, las más jóvenes, han penetrado hace poco en esa espesa muralla de testosterona que creció desde tiempo inmemorial en torno al fútbol, pero son todavía las menos. Ni su emoción por la selección nacional ni su atención por el encanto de uno u otro jugador es bastante para ofuscarlas en esta aventura de cuatro semanas muy abarrotadas que se inauguran con el Brasil-Escocia de hoy.

Aparentemente, un Mundial de fútbol es sólo un voluminoso bloque de relente publicitario y espectacular. Visto, sin embargo, más de cerca, es una maquinaria complejísima, un artefacto exquisito donde se juntan técnicas, invenciones, estrategias, supersticiones, designios; un sistema de poleas donde intervienen cartílagos, tendones, voluntades, rótulas, proteínas, hidratos de carbono, suerte, carnitina, sudor, dinero, sentido del deber.

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Dentro de un Mundial de fútbol hay prácticamente de todo, y cuando se celebra, su presencia alcanza tal punto de atracción, los telespectadores son tantos, que podrían considerarse el copo de la humanidad: la humanidad entera pegada a la ventana del televisor para ver cómo se disputa la posesión de una pelota. Nada más y nada menos. Nada más trivial y nada más serio.

En apariencia, existe una lámina que divide la realidad fuera del campo de la ficción que se representa dentro, pero esa membrana es, cuando el aficionado se hace universal y lo ocupa todo, tan permeable que la vida se canjea de lado a lado. Sólo las mujeres ajenas al influjo de esta emoción, apartadas del cristal del televisor, tienden a permanecer indemnes y frías, pero también absurdas en medio del trastorno general.

Cuando el fútbol era minoritario o poco más, podía tenerse por un juego de ficción, una fuga de lo real, pero cuando el fútbol es capaz de convocar a 5.000 millones de espectadores en una final, ese suceso gana un estatuto de realidad máxima. Al contrario de ser entonces el fútbol una huida de lo real, la fuga consiste en apartarse del fútbol. O lo que es lo mismo, en términos marxistas: la alienación es entonces desentenderse de la alineación. Y del córner, el remate, el pase o el gol. Es decir, de la escena donde, por ese tiempo, discurre la realidad más atendida.

Nada, ni siquiera una huelga general, deja las ciudades tan vacías de gentes como un próximo encuentro de la selección nacional. ¿Podrá todavía ignorarse la importancia de este fenómeno? Nada, ni los Pactos de la Moncloa, ni los acuerdos antiterroristas, ni las catástrofes colectivas, crean un sentimiento de unidad nacional como propiciaría la conquista de la Copa del Mundo. Pero, entonces, ¿qué celebración popular se haría aquí? ¿Qué gritos, qué banderas, qué emociones se conjugarían en este Estado de interminable construcción?

Siempre, en la reciente historia de la selección, ocurrió algún percance infausto que apartó al equipo de la gloria: la bola turca que sacó el niño romano en el premundial de 1954; la obstinada lesión de espalda de Di Stefano en el Mundial del 62; el fallo de Cardeñosa en Mar del Plata hace dos décadas; el penalti que falló Señor en los cuartos de final de 1986 ante Bélgica; la malaventura de Julio Salinas en el mano a mano con Pagluica cuando se cumplía el minuto 87 del España-Italia en 1994. La sucesión de desgracias han cerrado a España el pase a las fases decisivas y, como explica el profesor Martin Seligman en sus tratados sobre la depresión, la reincidencia empieza a ser sospechosa. Una épica del desastre, un lírica de la pena, un miedo a vencer traspasa la camiseta de la selección cuando llega al momento en que lo real se acerca al sueño.

Durante 33 días veremos fútbol, pero no se trata tan sólo de fútbol. Si fuera así, a nadie interesaría de verdad esto. Rebozado en fútbol se expenden croquetas sobre la psicopatología de la vida cotidiana, canapés de sentimientos religiosos, tragos de nacionalismos, desviaciones y frustraciones de calado político o cultural. Toda una confitería de recompensas y una charcutería de deseos y frustraciones atestan la coreografía espiritual de un partido cualquiera.

Casi todo cabe en la cancha balompédica excepto dos sabores de condición muy humana y capital. El uno es el sexo, el otro es el sentido del humor. Contra los análisis más sutiles, la sexualidad siempre ha sido para el buen aficionado un ámbito

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apartado del terreno de juego. Dentro del campo habita el sueño de la aventura viril, pero sin chicas. Ni las inclinaciones, modas o estilos homosexuales, ni el redoble de efusiones entre jugadores desmienten esta segregación de lo sexual. El fútbol es tan firme y disciplinado que excluye las flaquezas de la carne. De antemano se sabe que si un jugador se enamora o se casa o hace el amor su rendimiento bajará.

En cuanto al sentido del humor, si en casi todo deporte escasea, del fútbol se le ha ahuyentado a fuego. Hasta hace poco los árbitros vestían de negro, como jueces o sacerdotes, en muestra de la severidad a su alrededor. El juicio sobre las faltas cometidas, pero también sobre el espacio (traspasada o no la raya, los pasos de menos o de más) o sobre el tiempo erigen al juez del fútbol en un personaje de terror. Ni palabras, pues, al árbitro, ni bromas que hagan pensar en que los jugadores flirtean con la inflexible trama que marca la escena. Sin sexo, sin humor, grave, disciplinado. ¿Cómo entender, pues, su enorme atractivo? ¿Cómo hacer entender a las mujeres, sin la herencia del juego en su infancia, esta masculina devoción?

Dos vías recientes ha seguido la población femenina para adentrarse en la afición al fútbol. Una de ellas es la que el jugador, reciclado en los mass- media por su fama y su fortuna, ha abierto al relacionarse con actrices y modelos presentes en las revistas del corazón. De esa manera, fuera del campo o dentro del campo, el futbolista ha adquirido, a sus ojos, una dimensión de sex-symbol , inédita hasta hace muy poco.

En cuanto a la segunda vía de acceso, es un remake moderno de la identificación tribal. En tiempo de crisis de identidades, los éxitos de un equipo con el nombre de la tierra cobran tal énfasis en los medios que su impacto supera con mucho a los galardones y señas que esa colectividad pueda conquistar para sí en otros ámbitos, sea en las artes, la producción fabril o la invención médica. Ser de un lugar conlleva como buen aditamento pertenecer a un equipo de fútbol, no ya como manifestación de una afición, sino como una clave de participación colectiva.

¿Es, pues, concebible que no vayan a participar las mujeres en este Mundial? ¿Podrán ser indiferentes a los marcadores de la selección nacional? ¿Les ha de importar un bledo lo que haga o no España sólo porque se trate del nombre de un equipo de fútbol? Efectivamente, no. Los varios millones de españoles que presenciarán cada encuentro de la selección reunirán a un público femenino, gay, bi o heterosexual y las algarabías los confundirán igualmente a todos. ¿Igualmente? Casi. Lo que acaso nunca compartirán las mujeres, con o sin Mundial, es la extrema facilidad con la que los hombres, mediante la cámara de reconversión del fútbol, dejan de ser novios, de ser esposos, de ser hombres y se hacen definitivamente elementales, inocentes, agresivos o tan alegres como niños.

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