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MoralidadesROSA REGÀS

Sea cual sea el lugar donde hayamos situado la línea de exclusión de nuestra identidad -la pareja, la familia, el pueblo, la comarca o el país- siempre alcanza a contener el sermón de un moralista, cuando no los lamentos y amenazas de una voz que clama en el desierto y reclama una sociedad que prescinda de los pecadores, de los que no practican el ascetismo, de los que se permiten los desmanes del placer, de los que creen que hemos venido al mundo a pasar el verano, o como en el caso del autor de El escritor de diarios, Andrés Trapiello, de aquella gauche divine que tuvo la osadía de pretender renovar la posguerra cultural que había recibido en herencia. El moralista arremete siempre contra el acusado en un intento de aniquilarlo, lo amenaza con el fuego eterno del desprecio colectivo y del olvido terrenal y celestial, y desde su autoproclamada situación de derecho y privilegio esparce a los cuatro vientos los males morales de su enemigo. Porque es de verdad su enemigo, no hay más remedio que así sea estando como está plácidamente instalado en la otra orilla, una orilla -¡demos gracias al proceder y al devenir de este bajo mundo!- inalcanzable para el moralista. El ansia de moralidad se extiende a todos los órdenes de la vida y a todos los tiempos. En los años que yo fui a la Universidad, buena parte de los que se creían comprometidos en política formaron una raza de moralistas que, escudados en la lucha de clases, arreciaban contra el pobre estudiante que tenía la desgracia, la desfachatez y la desvergüenza de no ser hijo de viuda, ni vivir en una chabola o en un barrio marginado de casas de hormigón, de no ser hijo de guardia civil y de no tener que ganarse la vida en una mina. Lo maldecían y lo vilipendiaban, pero sobre todo lo ninguneaban, lo excluían de la lucha que cada pocos meses entablaban contra la policía en una esquina cualquiera de la Gran Via, y no le dejaban pertenecer a sus células, compartir sus ideas, colaborar en sus proyectos. Y el pobre desgraciado al que la vida había dado una hacienda que hoy haría sonreír al prolífico señor Trapiello, volvía a casa con la cabeza gacha, avergonzado se sentaba a la mesa y comía la ensalada de endivias con tal sensación de culpabilidad que aún hoy, a estas alturas del siglo, sigue aferrado al garbanzo para que le perdonen sus orígenes quienes presumiendo de pijoaparte han olvidado probablemente a qué escritor barcelonés deben el epíteto bajo el que se arropan. Eran pobres desgraciados que creían haberse librado de los terrores del fuego eterno bajo el cual fueron educados por los jesuitas para pasar a comprender, sin el menor resquicio de tiempo ni esperanza, que su vida no tenía solución ni más consuelo que espiar los encuentros clandestinos regados con vino peleón de los militantes, y morderse las uñas suspirando por un domicilio en Badalona o el Baix Llobregat, los barrios rebeldes, progresistas y revolucionarios por derecho propio, tan alejados de los barrios burgueses de la ciudad que los moralistas decían no conocer. Como los de entonces, los moralistas de hoy tampoco conocen lo que anatematizan. No lo conocen ni le ven el más mínimo sentido a conocerlo. Les da asco, simplemente, o mejor aún, "grima". Eso es, les da grima, y añaden a la ignorancia, la superstición. "¡Lagarto! ¡Lagarto!" dicen para conjurar el mal cuando ante ellos alguien tiene la osadía de pronunciar una palabra como "Cadaqués", tan preñada de desvaríos y frivolidades. Y es que nosotros, pobres pecadores que no estamos tocados por la gracia ni la clarividencia, olvidamos que cuando se analiza a través de la lente de la moral a un escritor, un arquitecto, un fotógrafo, su obra y su proceder quedan hasta tal punto invalidados por su culpa que sobran los estudios y los análisis sociológicos, literarios o críticos. Lo que hizo, intentó, innovó o se propuso el escritor al moralista le importa poco, se limita a ponerle una etiqueta, casi siempre inexacta, y con ella pasea el juicio moral que le merece por libros, revistas, prólogos, presentaciones, televisiones, radios y entrevistas. Andrés Trapiello así nos habla de la situación moral de ciertos escritores a los que ni conoció ni cree que valga la pena conocer o leer, pero de los que en cambio dictamina cuál fue el problema que los afectaba: "Su problema", dice, "y el de muchos de los llamados escritores de la Escuela de Barcelona, no fue sino que la vida, su posición social, su dinero, incluso su diletantismo, les puso en una terraza con un gin tonic en la mano". ¡Eso sí que es un problema definitorio y fundamental, y difícil de diagnosticar! Fueron Gil de Biedma, Gabriel Ferraté, Carlos Barral, Juan Marsé, los Goytisolo, Costafreda, Oliart, y muchos más, dice. ¡Qué bien! A eso se llama un pensamiento matizado y profundo. ¡Qué frase tan certera, enjundiosa y penetrante, tan social y psicológicamente aclaratoria, tan cargada de sabiduría y de análisis literario. Una frase cuyos contenidos barren de un plumazo cualquier otro conflicto del entorno, la vida y la obra de los escritores. Y es que, si bien se mira, un escritor que se toma un gin tonic en una terraza de Barcelona con dinero suficiente en el bolsillo para pagarla, es que no es escritor ni es nada. Así se estudian los movimientos artísticos y sociales de determinados periodos de nuestra historia literaria, incluidos los que llevan tras de sí un intento de renovación cultural, claro que sí; por la moral y con ella, la descalificación. ¿Dinero? ¿Gin tonic? ¿Terraza? Es cierto, son los tres enemigos mortales de la literatura. Y así será por los siglos de los siglos, porque los moralistas no mueren, no desaparecen jamás, es una raza difícil de extinguir cuyos sacerdotes se suceden agarrándose unos a otros como los eslabones de las cadenas fantasmales y así atraviesan el mundo y la historia. Y mientras escritores y artistas, homosexuales y heterosexuales, amantes del sol y de la lluvia, sentados en una terraza, con gin tonic o sin él, o a bordo de un avión, o en la penumbra de su alcoba, o en la fiesta de una noche de verano, buscan su lugar en este mundo, la belleza de un verso o de un amanecer y las fantasías y leyes del pensamiento y la palabra, ellos, los moralistas, sólo tienen ojos para el pecado que denuncian, y ajenos a lo que verdaderamente ocurrió, se erigen en jueces sin testigos y en acusadores de quienes les sobrepasan, como si -rocambolesco proceder de la naturaleza- se hubieran propuesto sin saberlo que el mundo siguiera iluminado por la verdad del poeta y, desde la sima de 60 años de historia, el verso de Machado permaneciera vigente e incólume para la posteridad: "Castilla envuelta en harapos, desprecia cuanto ignora".

Rosa Regàs es escritora.

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